Agua

El agua caliente para la parturienta y para el recién nacido que bracea en la palangana. El agua del barreño de zinc para el baño de los domingos. El agua cociendo para encallar y el agua fría para lavar las tripas en la matanza. El agua casi helada bajo los carámbanos que había que romper para lavar la ropa. El agua que acarreaba desde la fuente para poder beber en casa…

Todo en mi vida ha sido agua. Incluso esta agua con sabor a sal que inunda mi cara cuando los recuerdos me asedian porque tú no estás.

Rutinas

Tengo una amiga que es darse crema en las manos por las mañanas y entrarle ganas de ir al servicio; y vuelta a empezar. Hasta tal punto le pasa esto que, si algún día, próxima a salir de casa, tiene la duda de si debería aligerarse o no antes de que las prisas la atenacen en la calle, se da crema y,  antes de acabar el masaje para que se absorba… duda resuelta, al servicio de cabeza –en lenguaje figurado, claro está-, y, ¡hala! a lavarse y darse crema de nuevo.

Tengo otra amiga, ¿o era la misma? que, al igual que la mayoría de la gente siente ganas de orinar cuando ve el agua corriendo de un grifo, ella, es entrar a la ducha, sentir el agua caliente desbordándose por el cuerpo desde el cabello y ¡zas!, ganas de orinar; da igual que acabe de hacerlo un momento antes, las ganas son las ganas.

Por eso, cuando mis amigas leen noticias en prensa sobre sesudos y costosos  estudios en Universidades extranjeras –en las españolas ya no hay presupuesto para investigar, ni sobre temas sesudos ni sobre otros menos interesantes-, generalmente americanas –americanas de Estados Unidos, conviene no mezclar y confundir-, sobre asuntos  como si preguntar por albardas supone que mi padre venda escopetas, ella o ellas (mis amigas) se preguntan por qué algún viejo rico, chiflado y con mala conciencia ( y, probablemente con incontinencia) no dedica una pasta gansa a la “Investigación sobre la autodeterminación de nuestros esfínteres”; aunque quizás, piensan, sea preferible acurrucarse en el refugio de nuestras rutinas para seguir sintiéndonos nosotros mismos.

Personajes I

-¡Mierda!- Torció la boca en un gesto de dolor y tiró la maquinilla de afeitar en el lavabo, mientras se abalanzaba a por un trozo de papel higiénico.

¡Joder! Siempre igual… –pensó mientras retiraba con una toalla los restos de jabón. Sin querer, se llevó por delante también el hilillo rojo que corría por el cuello y el papel secante, manchado de sangre, que se desprendió y cayó sobre el agua retenida, nadando entre isletas de espuma a medio deshacer. Afanado como estaba, la vio a través del espejo, despeinada y con los párpados hinchados por las pocas horas de sueño, empujando con su cuerpo la puerta y pasando a su lado. Instintivamente se apretó contra el lavabo para dejarle sitio, pero ella pasó sin mirarle.

Ya manchaste la toalla… Más vale que te dejes barba-. La oyó con ese tono plomizo que utilizaba cuando estaba molesta con algo, y que cada día le resultaba más familiar. No le contestó, no merecía la pena. Aquello no era una conversación, de modo que salió del baño sin decir nada.

Se bebió el café que había preparado antes de ducharse y se comió a tropezones las galletas, de pie junto a la encimera; al menos había tenido la precaución de no vestirse antes, no fuera a tirarse el café sobre la camisa limpia, y eso sería ya una tragedia porque, de su antiguo fondo de armario, le quedaban dos camisas presentables y la otra estaba sucia del día anterior. Bien era verdad que los puños de ésta se veían desgastados por debajo de las mangas de la chaqueta, pero él había conseguido una cierta habilidad para que quedaran medio ocultos, se tiraba de las mangas desde las sisas antes de entrar a una entrevista y así, cuando extendía el brazo para estrechar la mano y saludar, los puños quedaban rezagados, allá en el fondo. Además, utilizaba corbatas discretas, había arrinconado las de colores o estampados llamativos, para evitar que la mirada de su interlocutor se fijara en ellas y, de paso, lo hiciera también sobre las puntas requemadas del cuello de la camisa.

Se vistió con cuidado, con gestos ensayados cada día de cada año de los dieciocho que había pasado visitando médicos y hospitales, saludando con una sonrisa de anuncio de crema dental y  un apretón de manos, ni demasiado fuerte ni demasiado flojo –el lenguaje corporal es importante, le decían en las charlas de marketing-, pagando cafés o lo que se terciara, repartiendo literaturas de medicamentos que ya hasta le habían escatimado en los últimos tiempos.

-¿Qué vas a hacer hoy?- le preguntó ella, y, casi de inmediato, retiró la mirada y dejó caer la comisura de los labios para susurrar con ironía su propia respuesta –. Lo de todos los días, supongo –y se alejó con la taza entre las manos.

Sí, lo de todos los días-. Elevó un poco la voz para decírselo porque necesitaba que ella lo escuchara,  y deletreó cada palabra para que quedara claro, muy claro, incluso para que también le quedara claro a él mismo. -¡Busco trabajo tooodos los díasss…!- y lo subrayó con un barrido de su mano derecha, tajante, decidido. No puedo quedarme en casa esperando a que alguien me llame. Puedo morirme esperando, y nadie me echaría de menos ahí fuera. Ni aquí dentro – se mordió los labios para no decirlo, pero se dio cuenta de que ella había tenido el mismo pensamiento. Se dio cuenta porque le había dado la espalda y le había dejado sólo en la habitación.