Mamá y yo vemos crecer la hierba. Por la mañana vemos como corre el agua por la calle abajo, porque siempre llueve finito encima de los jardines. De pronto, se para la lluvia y ya solo queda la hierba mojada y fresquita. Yo disfruto mucho correteando por el jardín empapado de agua, pero no me gusta nada pisar la calle mojada; no es lo mismo. Bueno, pues, a lo mejor, una mañana, la hierba está muy pequeñita, como si una vaca hubiera pasado allí la noche pegándose un atracón, y huele a hierba cortada; al día siguiente la vemos un poquito más crecida, verde y mullida que da gusto pisarla, crece un poquito más el siguiente día y, como mucho, un día o dos más, y las vaquitas vuelven a pasar la noche comiendo pasto. Nosotros nunca las vemos, pero vemos como queda de pequeñita la hierba después de pasar ellas por allí. Y otra vez a empezar; la hierba nunca se cansa. Y las vaquitas, tampoco.
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Diario de Pepín. Día 44
Debe de ser domingo otra vez, porque esta mañana hemos llegado hasta el río. El río está lejísimos pero yo no me canso, incluso doy brincos por la hierba que hay allí y echo carreras sin correa ni nada, aunque nunca me alejo demasiado de mamá y miro de vez en cuando a ver si ella sigue cerca. Me gusta, cuando me separo un poco, que mamá me silbe para volver. Ella me silba de una forma especial, como solo silba ella y como solo me silba a mí, y, entonces, yo echo a correr como si no hubiera un mañana. Luego me siento frente a mamá esperando una golosina, ella me dice “muy bien, muy bien” y me da un trozo de colín como premio.
Pero todo no es así de bonito, porque esta tarde, mamá se ha enfadado conmigo. Primero, porque hice pis en casa, aunque ella me tiene un empapador en el balcón por si me aprietan las ganas y no me aguanto hasta la hora de salir, y luego, porque le pedí que me quitara la correa para subir las escaleras de casa y, cuando íbamos por mitad de camino, me paré, ella me llamó pero no hice caso, y volví a bajarme hasta el portal. Mamá bajó detrás de mí a buscarme, me riñó y volvió a ponerme la correa –que odio desde que me asustó por el pasillo de casa- y me llevó casi a rastras porque yo me hacía el remolón. Y luego, ya en casa, me dijo muy, muy seria que no me moviera de un rincón y yo estuve allí quieto, sin moverme, muchísimo rato, a ver si se le pasaba el enfado. Por lo menos estuve uno o dos minutos allí quieto; una eternidad.
Diario de Pepín. Día 14
No es que yo quiera disculparme, es que de verdad pienso que no es mi culpa, o, al menos, no del todo. Ya lo dice toda la gente cuando me ve, que yo soy un cachorro, y los cachorros… hacen cosas propias de cachorros.
Esta mañana me levanté con mucho sueño, y, mientras mamá se duchaba, yo me fui a dormir a mi camita, que es el sitio de dormir más cercano a mamá cuando se ducha. Hoy no había motivos para quejarse, no me llevé sus chanclas, ni sus bragas, ni tiré la papalera; ¡pero es que ella tarda mucho en sacarme a la calle! Que si se ducha, que si se da crema, que si se seca el pelo después de darse mil potingues, que si desayuna… total que, de pronto, se dio cuenta de que había huellas de patitas mojadas en la tarima. “Demasiadas para ser salpicaduras del bebedero”, dijo. Y se puso a dar luces y a seguir mis huellas mejor que los rastreadores antepasados míos… y lo encontró, claro: Encontró una señora meada en la sábana de su cama que colgaba hasta el suelo. Y me metió los hocicos, o casi, en la sábana diciendo “no, ahí no”. Pero es que mamá me había quitado el empapador y yo tenía muchas ganas de salir y el sitio que más se parecía al empapador… era la sábana. Que a mí me gusta más la hierba, que ella lo sabe de sobra, pero si no tengo hierba y tengo que mear… pues aprovecho cualquier cosa.
Diario de Pepín. Día 9
Mamá dice que si me pienso yo que ella se queda coja en la ducha, porque todas las mañanas, cuando acaba de ducharse, tiene solo una chancla sobre la alfombra. Y, de pronto, la otra aparece en mi camita. También me dice que soy un guarro porque, antes de que ella se haya dado cuenta de que Sofía ha cagado, voy yo y me llevo las cacas en la boca. “Con jabón”, me dice, “con jabón”.
Por la tarde hemos vuelto de la oficina por donde hay hierba. Estaba llena de olores y he hecho caca y pis. Yo miro a mamá cuando hago pis, a ver qué cara pone, y la veo sonriendo y diciendo “¡bien, muy bien, pequeñín, muy bien”. Entonces muevo el rabo y me acerco para que me acaricie. Ya no quiero trocitos de colín -bueno, no siempre- porque prefiero ver lo contenta que se pone.
Cuando estábamos en la calle, he visto entre la gente al chico de la gorra, y, como mamá no se había dado cuenta de que venía, me he sentado para esperar a que se acercara y me he puesto a mover el rabo y las patitas. Luego nos hemos puesto muy contentos los tres, y el chico de la gorra me ha cogido de la correa y hemos hecho unas carreras.
Yo creo que el chico de la gorra debe ser para mamá algo así como yo, un hijo más, aunque no viva con ella, porque siempre que lo ve le da dos besos y le habla con mucho cariño. Y no le riñe. A mí me riñe algunas veces pero eso debe ser porque el chico de la gorra es muy grande ya y yo soy muy chico todavía.
Cuando el chico de la gorra viene a la oficina y estamos trabajando los tres -bueno, yo me duermo al lado de mamá o a su lado si mamá no está- mamá lo llama a veces por su nombre. Por eso sé que se llama Miguel. Pepín y Miguel. Bueno, Pepín, Miguel y Sofía.
Diario de Pepín. Día 8
Cuando salimos por la mañana, nos cruzamos con gente que camina de prisa y va como pensando en lo suyo. Solo alguno me mira al pasar y sonríe. Los olores de la mañana están más frescos, porque han regado la hierba antes de llegar yo. Se me mojan las patitas pero no me disgusta. Esta mañana iba yo oliendo el rastro de otros perros en la acera y me ha asustado un ruido terrible. Una mujer, como de la edad de mamá, tiraba hacia abajo de una persiana metálica, donde ayer había una terraza con gente sentada y charlando, y llevaba de la mano un montón de bolsas como las que mamá tira al contenedor. Tenía cara malhumorada y ni siquiera se fijó en mí a pesar de que yo me había sentado en la acera para observarla y no había nadie más cerca. Yo pensé que era muy temprano para estar tan disgustada, y que, seguramente, su enfado le venía de antes, o, a lo mejor, estaba harta de trabajar en aquel lugar.
Por la tarde, no. Por la tarde hay muchísima gente en la calle, y también perros que rastrean en la hierba como yo. Nos olemos los hocicos, y a correr otra vez. Por la tarde hay mucha gente que se para a decirme cosas majas, incluso algunos se agachan, me acarician y hasta me dan besitos. Es que, por la tarde, la gente va pero como si no tuvieran que llegar a la hora, como si pudieran entretenerse mirando a su alrededor. Y por eso me ven a mí.
Campo a través
¡Cómo son ustedes, los de ciudad! Vienen al campo y se quedan pasmados con cualquier cosa, lo miran todo con una extrañeza que asusta, y con asco, que les extraña que haya cagalitas y bichos por cualquier parte, y son todos unos sensibles y en seguida cargan con la procesionaria del pino y esos estornudos que parecen que van a reventar, pero siguen viniendo… Nosotras pasamos de todo, oiga, que llevamos generaciones enteras a lo nuestro, a comer, a criar y a la leche, porque la lana ya, yo creo que ni la aprovechan… Y le advierto que yo tengo mi puntito, ¿no ha visto a las otras, aborregadas sin levantar la cabeza de la hierba, como si se le fuera a terminar mañana, y todas aculando cuando le han sentido llegar? Yo tengo mi curiosidad, oiga, y la niña, también, porque aprende lo que ve, ya iré luego a comer, que la hierba no se escapa; pero mientras, para uno que llega y se pone a mirarme… pues me acerco y examino, a ver si es usted de fiar o le veo malas intenciones. Y le digo una cosa, oiga, me gusta usted, voy a quedarme un momentito aquí, por si podemos hacer algo de amistad, que esas ovejas son muy aburridas.