En la esquina de casa

Le temblaban las manos como le tiemblan a los borrachos viejos, pero él no era viejo. Cuando el banco le desahució él llevaba muchos años desahuciado de su vida. Desde mucho antes, se había metido en un túnel de drogas y alcohol que había creído recorrer con seguridad mientras le duró el trabajo y el dinero, pero en los últimos tiempos, ya sin ninguno de los dos, solo la niebla ocupaba su cabeza y se había convertido en un hombre gastado, rendido y, quizás por eso mismo, solo.

Cuando se vio en la calle decidió quedarse en la esquina de la que fue su casa para no perder de vista las caras conocidas, para poder decir un «buenos días » y recibir un «¿cómo estás?». Al principio, las vecinas se paraban a hablar con él, y le sacaban del supermercado algunas cosas que podía comer sin necesidad de cocinar: fiambre, pan, fruta o dulces y algún zumo en tetra brik que él cambiaba por un cartón de vino o una litrona para anestesiarse un poco; hasta que la barba enmarañada, la ropa sucia, los pies hinchados que sobresalían de los pantalones raídos y aquel temblor constante que amenazaba con volcar las monedas de su mano le fueron haciendo invisible.

Cuando apareció muerto y frío en el cajero donde se había refugiado para pasar la noche a nadie le extrañó, incluso alguno se atrevió a decir eso de que demasiado tiempo había durado. Hubo quien culpó a la sociedad de su muerte, que para eso pagaba impuestos y debía haber servicios que se ocuparan de los indigentes, y hubo quien cargó tintas contra él por haber desperdiciado su vida de aquella manera; hubo quien recordaba como si hubiera sido ayer cuando se paró a hablar con él y le dio unas monedas, aunque ya hacía varios meses de ello, y quien no dejaba de preguntar en la cola de la caja de quién estaban hablando porque no le había visto nunca. Hubo tanto revuelo en el barrio que hasta le salió un club de fans, y le encendieron velas que colocaron en la esquina donde pedía limosna, y pintarrajearon un cartel en su memoria, y le llamaron víctima y señalaron culpables, y le quisieron tanto, tanto, que él se arrepintió de no haberse muerto antes para disfrutar antes de aquel espectáculo.

Contrastes

A las 6:02 sonó el teléfono del Centro de Salud, la hora crítica en los servicios de Urgencias, el momento en que pasan revista en las Residencias de ancianos y el momento en el que los que han aguantado de noche para  no molestar deciden que ya no es demasiado pronto, antes de que sea demasiado tarde.

Sonó al otro lado la voz de un hombre ni demasiado joven ni demasiado viejo, tranquila, dulzona y hasta algo relamida.

-¿Podría decirme, por favor, cual es la farmacia que está ahora de guardia?.

La pregunta no le extrañó demasiado, la gente acostumbraba a utilizar al personal sanitario de cicerone para ahorrarse el paseo hasta la puerta del Centro y mirarlo ellos mismos, pero esa pregunta a las seis de la mañana, buscando la farmacia sin pedir un médico, no le parecía normal.

El hombre siguió dando explicaciones: “El enganche del tubo al gotero se ha obstruido. Sin duda, con algún movimiento brusco, se ha doblado la aguja y le he sacado una fotografía para coger otro igual». El médico de guardia abrió los ojos más aún y, literalmente, sacudió el cerebro, a ver si era capaz de entender.

-Perdone, pero… ¿desde dónde me llama? Nosotros no dejamos puestos sueros en domicilio…

-No- dijo el hombre al otro lado encogiéndose, porque al médico le pareció sentir, por el tono, como se encogía un poco-. Es para mi gatita, que la tengo con suero constantemente para que no se muera. ¿Puedo pasar por ahí para ver si tienen ustedes uno igual?.

-¿A las seis de la mañana? Perdone, esto es un servicio de urgencias de personas; estamos atendiendo –recalcó. ¿Por qué no busca una clínica veterinaria que esté 24 horas?.

Todavía se oyó un “claro, claro” al otro lado antes de colgar.

A las 8:10 el teléfono volvió a sonar; una mujer avisaba de que un pariente suyo había aparecido muerto en casa. El médico preguntó el nombre del difunto y lo apuntó, preguntó la dirección y la mujer dijo solo un nombre sin número en medio de las dudas, pues ella estaba fuera y también la acababan de avisar; “a las afueras del pueblo”, comentó, y ya no supo darle más referencias. El médico se sentía ya impotente cuando, como por casualidad, la mujer comentó que alguien había avisado a la Guardia Civil. El cielo abierto.

A los treinta minutos de circular monte arriba detrás del todo terreno de la Guardia Civil, por un camino forestal de tierra apisonada –“menos mal que no ha llovido”, pensó en voz alta, y la enfermera movió la cabeza asintiendo mientras se agarraba al salpicadero para amortiguar un poco el bamboleo de los baches- llegaron a una casa, detrás de un recodo del camino. Salió a recibirlos un perro que no había ladrado al oír los coches y movía el rabo como si les conociera o como si estuviera deseando ver gente, y escucharon en seguida el balido de una cabra que les miraban atentamente desde detrás de una cerca. Un pariente del hombre muerto lo había encontrado boca abajo, caído en la entrada de la huerta que, a la vista estaba, había cuidado hasta el último momento de una forma primorosa. A su lado, sobre la tierra negruzca y blanda, una col y unas zanahorias con las hojas todavía tiesas le hicieron imaginar que el hombre estaba pensando en su comida cuando la muerte le atacó por sorpresa. Un chorro de agua canalizada llenaba una cubeta con ropa puesta a remojo y aún se notaba el calor en las cenizas de un hogar de piedras, junto a la entrada de la casa. No debía haber luz, desde luego no había bombilla en la puerta, porque el hombre llevaba una linterna de minero en la cabeza, que en aquel momento no lucía. El pariente que lo había encontrado comentó que el muerto vivía allí solo desde hacía más de cuarenta años, como un ermitaño, se apañaba con la huerta y el ganado –“una cabra, dos gallinas y un cerdo”- dijo, y solo bajaba al pueblo a por pan.

-De casualidad que he venido yo hoy; porque salí a por níscalos y pasé a decirle algo… y mira lo que me he encontrado.

No había signos de violencia, no había por qué molestar al Forense, de modo que cumplieron el protocolo habitual y regresaron monte abajo. El frío les dolía en los pies. A lo lejos se oían los tiros de los cazadores.