Le temblaban las manos como le tiemblan a los borrachos viejos, pero él no era viejo. Cuando el banco le desahució él llevaba muchos años desahuciado de su vida. Desde mucho antes, se había metido en un túnel de drogas y alcohol que había creído recorrer con seguridad mientras le duró el trabajo y el dinero, pero en los últimos tiempos, ya sin ninguno de los dos, solo la niebla ocupaba su cabeza y se había convertido en un hombre gastado, rendido y, quizás por eso mismo, solo.
Cuando se vio en la calle decidió quedarse en la esquina de la que fue su casa para no perder de vista las caras conocidas, para poder decir un «buenos días » y recibir un «¿cómo estás?». Al principio, las vecinas se paraban a hablar con él, y le sacaban del supermercado algunas cosas que podía comer sin necesidad de cocinar: fiambre, pan, fruta o dulces y algún zumo en tetra brik que él cambiaba por un cartón de vino o una litrona para anestesiarse un poco; hasta que la barba enmarañada, la ropa sucia, los pies hinchados que sobresalían de los pantalones raídos y aquel temblor constante que amenazaba con volcar las monedas de su mano le fueron haciendo invisible.
Cuando apareció muerto y frío en el cajero donde se había refugiado para pasar la noche a nadie le extrañó, incluso alguno se atrevió a decir eso de que demasiado tiempo había durado. Hubo quien culpó a la sociedad de su muerte, que para eso pagaba impuestos y debía haber servicios que se ocuparan de los indigentes, y hubo quien cargó tintas contra él por haber desperdiciado su vida de aquella manera; hubo quien recordaba como si hubiera sido ayer cuando se paró a hablar con él y le dio unas monedas, aunque ya hacía varios meses de ello, y quien no dejaba de preguntar en la cola de la caja de quién estaban hablando porque no le había visto nunca. Hubo tanto revuelo en el barrio que hasta le salió un club de fans, y le encendieron velas que colocaron en la esquina donde pedía limosna, y pintarrajearon un cartel en su memoria, y le llamaron víctima y señalaron culpables, y le quisieron tanto, tanto, que él se arrepintió de no haberse muerto antes para disfrutar antes de aquel espectáculo.