Diario de Pepín. Día 117

Dice mamá que como poco. Nunca he sido tragón pero es que, desde que no corro en el parque detrás de mis amigos grandes, no me entra hambre. Como, sí, y picoteo de todas esas cosas que me encantan y que come mamá (kéfir, fresas, pan, melón, almendras…) pero también las comía de antes y poco dejaba en el comedero. Y es que estos días están siendo días muy, muy raros. Menos mal que ayer me crucé con Flavia, que hacía miles tiempos que no la veía. ¡Cuánto tiempo no haría que hasta ella, que, cuando me ve, se alegra, pero despacito, empezó a dar brincos como una loca! Pero, nada, en seguida su mamá se la llevó y mamá decía todo el tiempo que teníamos que irnos, que no podíamos jugar.

¡Y sigo sin encontrar nada que comer en la calle…! Porque hambre no tengo, que no es hambre, pero tengo necesidad de olisquear y  llevarme al gaznate todo lo que pille.

De miseria.

El pasado le brotaba por los ojos, cercados por miles de arrugas entrelazadas que  ese mismo pasado había ido escribiendo, machaconamente, a los largo de los años. A veces, cuando las angustias del recuerdo le anudaban la garganta, los ojos se le apagaban más, por secos.  Primero había dejado de llorar, cuando el su José y el hijo murieron -sobre todo, bien lo sabe dios, cuando el hijo murió-, no se puede sentir tanto dolor, tanto y tanta impotencia sin que se acaben  las lágrimas; después simplemente fue cuestión de tiempo que los ojos se le quedaran secos del todo, y que el frío de aquella casa vieja de pueblo se le metiera en los huesos y en el alma.

Tenía la costumbre de secarse las manos con el delantal; las manos nudosas como vides, constantemente mojadas y buscando constantemente en el regazo los pliegues del mandil para secarse; y luego se quedaban ahí, al amparo de la tela enrollada. Dejó retorcido el trozo de toalla que le servía de bayeta y salió al corral a por algo de leña para la chimenea;  lo oyó al remover los troncos, a pesar de que ya estaba dura de oído aquel sonido agudo le llegó perfectamente, y lo anotó en su cabeza como un gemido de animal, una cría desamparada y casi recién nacida. Rebuscó un poco, alargando las orejas, y encontró un gatito de poco más de una semana, con los ojos agrisados y mates aún en unos párpados perezosos. Lo cogió con dos dedos, pillándole por el cogote, mientras el animal chillaba muerto de hambre y tiritaba con los pelos de punta; se lo colocó a la altura de la cara y lo miró con curiosidad, recordó que la gata de la vecina había aparecido aplastada en la carretera el día anterior y dio por hecho que aquel bicho chillón era una de sus crías.

-¡Vaya, vaya! ¿qué tenemos aquí? –y el gatito permanecía colgado del aire sujeto por la pinza que, entre los dedos, hacía la mujer. –De modo que tienes hambre y por eso chillas… ¡Pobre, si estás muerto de frío!

No había decidido quedárselo, no tenía que hacerlo, las cosas, en la vida, le habían pasado, sin más. Conoció a José siendo joven y se casó con él porque él se lo pidió, tuvo un hijo porque dios así lo quiso –que ni él, y ella menos, por dios, sabían de modernidades para tener o dejar de tener hijos- y no quería pensar quién había querido arrebatarle a los dos, pero la vida se los había arrancado y ella no había podido opinar ni decidir en contra. Y cada día vivía porque era lo que tenía que hacer, y punto. Y ahora, aquel bicho chillón la había llamado para no morirse de hambre y de frío. Y punto.

-¡Vaya pareja hacemos, muchacho!- Lo metió en el refugio del mandil y lo acarició alisándole el pelo; se enderezó como pudo pero no se llevó la mano a la ringa, como otras veces, ahora ocupada en dar un poco de calor al gatito, que seguía gimiendo lastimosamente.

Entró en la casa y, sin soltarlo, se acercó al basar; cogió un platito y lo llenó de leche, hundió los dedos en el pan y arrancó unas migas que humedeció en el plato y cogió una pizca para dársela al animal. El gatito sintió el olor imperecedero de la lejía en las manos de la mujer y buscó con la boca más que con los ojos, sorbiendo con avaricia la miga empapada en leche.

-Miserias- dijo mientras la lengua rasposa le limpiaba la yema del dedo. Te llamas Miserias, porque eso es lo que nos ha tocado en suerte, a ti y a mí. Come, come…, sí que tienes ganas de vivir…

Algo se le esponjó dentro del pecho y un hormigueo le subió hasta la cara, tensando la piel, pero no sonrió. Le picaron un poco los ojos mirando al gatito que se afanaba en lamer sus dedos, y, de haber recordado cómo, se habría echado a llorar.