Diario de Pepín. Día 93

Mamá me ha llevado al veterinario. Yo estaba temblando, pero porque era un sitio nuevo y fuimos en el coche y hacía bastante que no me subía en él y todavía me acuerdo del día en que quise salirme cuando mamá abrió la puerta y me quedé colgando de la correa de seguridad. Temblaba porque tenía más susto que miedo, pero por el coche, que a mí, los veterinarios no me dan miedo porque mamá está conmigo y se dedican a tocarme y, como mucho, a darme pinchacitos que ni duelen ni nada. Pues no sé qué pinchazo me dio este hombre, que no me dolió pero me entró una flojera tremenda, tanta, que me quedé completamente dormido en brazos de mamá. Cuando me desperté mamá no estaba, supongo que se habría ido a trabajar, me faltaba un trozo de pelo en la pata izquierda y en la parte más baja de mi barriga tenía una raja pequeña, que no me dolía, pero la notaba. Probé a lamerla a ver si se quitaba, pero no.

Cuando mamá vino a buscarme yo estaba un poco empachoso, pero es que llevaba mucho rato con otros dos perros allí que no tenían muchas ganas de fiesta, yo creo que porque ninguno de nuestros papás estaba allí con nosotros, como cuando nos juntamos en el parque.

El veterinario estuvo hablando con mamá un rato y por fin nos marchamos, que yo, lo que quería era salir a la calle, oler árboles –que todos eran nuevos- y marcarlos. No me gusta mucho ese veterinario, no por nada, pero es que me puso una cosa en el cuello que me iba chocando en la calle con las paredes y las aceras; cada vez que iba a arrimarme, ¡zas! golpe que me daba… Menos mal que al llegar a casa mamá me lo quitó; eso sí, me miró fijamente y me dijo: “¡como te chupes la herida, te lo pongo!”. Y yo tuve muchísimo cuidado de no chuparme, excepto un par de veces que se me olvidó, supongo que porque aún no estoy lo tranquilo que el veterinario dijo que iba a estar dentro de unos días.

Ahora, mamá me lava la herida mañana y tarde, y a mí me gusta el fresquito que me da, y también me da unas pastillas que me mete en el yogur creyendo que no me doy cuenta. Pero es que a mí el yogur me encanta, solo o acompañado de cualquier cosa que mamá quiera meter en él.

Diario de Pepín. Día 55

Los cachorros tenemos que aprender tantas cosas, tantas cosas nos pasan por primera vez que no sé yo si, cuando deje de ser cachorro, me habrá dado tiempo a todo.

He visto llover por primera vez, una lluvia suavecita que apenas se veía caer pero sonaba al golpear sobre la grama y sobre la tierra. Yo había visto la lluvia desde abajo que riega los jardines cada mañana pero esto es otra cosa, en la lluvia de esta mañana el aire olía a fresco y a mar y las gotitas que me caían en los hocicos me hacían cosquillas. Pero también he oído cómo se rompía el cielo sobre mi cabeza, que iba yo todo chulo a explorar el jardín cuando, de pronto, hubo un estruendo terrible y el aire tembló a mi alrededor y creí que todas las piedras del mundo iban a caer sobre mí. Antes de pestañear dos veces ya me había metido en casa, a todo meter.  Mamá dijo que no tuviera miedo, que eso era un trueno y que a todos los perros nos asustan mucho las tormentas. ¡Cómo no nos van a asustar, a todo el mundo le asustarán, digo yo!

Bueno, pues, además de la lluvia y de los truenos, he aprendido una cosa nueva. Aún no me atrevo a meterme yo solo en el coche, pero ya sé bajarme yo solito. Mamá me quita el amarre de seguridad que me pone para viajar y me coloca la correa de paseo y luego ya me deja a mí solo que, de un saltito baje del asiento, y de otro más salga del coche. Y eso hago, que me bajo todo orgulloso y luego espero a mamá y ella me mira y yo sé que también está muy orgullosa de mí.

Diario de Pepín. Día 23

Yo no sé muy bien qué día de la semana es; los perros no sabemos esas cosas. Pero sí sabemos cuándo los días son iguales y luego, de pronto, hay mucha diferencia. Y luego ya escuchas con atención y te vas enterando de que los humanos hablan de fines de semana y de sábados y de domingos.

Hoy es sábado. Lo sé porque, además de las diferencias de otras veces –no hemos ido a la oficina, solo a dar una vuelta, y, luego mamá ha salido con el carro de la compra- mamá lo ha hablado con el chico de la gorra y nos hemos ido de viaje.

El chico de la gorra tiene un coche que huele a nuevo y brilla mucho, el coche en el que mamá me llevó a la veterinaria hace un ruido diferente, agradable, pero diferente, y está como viejito, como si mamá hubiera ido y venido muchas veces con él. Bueno, pues el chico de la gorra nos ha llevado a un viaje largo. Yo me di cuenta de que era para mucho rato porque mamá colocó un empapador y una toalla vieja en el asiento de atrás y me dijo que era por si no aguantaba el pis o me mareaba.

Al final llegamos a una casa donde había una mujer muy viejita cocinando y se asustó de momento al ver a mamá, pero luego la abrazó un rato y también al chico de la gorra, y salió otro viejito a vernos y otro hombre que estaba dentro. Y todos sonreían y se abrazaban. Entonces supe que también tengo abuelos y tíos, tengo una familia enorme, y, aunque de momento solo tenían ojos para mamá y para el chico de la gorra, luego ya empezaron a abrazarme y a besarme a mí también. No me dio mucho tiempo a explorar la casa porque no quería separarme mucho de mamá, y, además, allí todo eran piernas y pies moviéndose de un lado a otro y podían tropezar conmigo.  Mamá me vigilaba todo el tiempo porque decía que podía meterme entre los pies de la abuela y podíamos tener una tragedia.

El hombre que estaba con el abuelo nos sacó muchas fotos, mamá conmigo cogido y el chico de la gorra –que se la había quitado en casa- también conmigo en brazos. Yo di muchos lengüetazos y moví muchísimo el rabo y estuve muy contento, aunque me acordé de Sofía, porque ella se quedó en casa y debía estar muy aburrida ella sola.

Lo que no me gustó del pueblo es que mamá me sacó para hacer pis y caca y no había hierba fresquita y verde, como aquí. Allí solo había tierra y cemento alrededor de la casa, y un poquito más lejos, unos yerbajos medio secos. Yo me adapto a cualquier sitio, hice todo lo que tenía que hacer y mamá les dijo a todos lo bien que me había portado.

Lo malo de ir a los sitios, aunque estés bien, es que tienes que volver. El coche no me hace gracia, se me revuelve un poco el estómago; de hecho, apenas cené aunque ya hacía mucho que habíamos vuelto. Quizás fueran las emociones. Para un perrito cualquier novedad es impresionante y saber que mamá también tiene papás, como yo, aunque estén lejos de casa, ha sido una sorpresa muy grande.

Impunidad

Tenía prisa; quizás por eso, cuando fue a abrir la puerta del coche y vio el espejo como desmayado, colgando de lado, no se acordó. Maldijo en voz baja y sacó del maletero la rueda de cinta americana para reparar el desaguisado, arrancó el vehículo y se alejó sin acordarse aún, maldiciendo de nuevo y con el enfado invadiendo su rostro como una ola de lava.

Una hora después conducía por la autovía, bajo la lluvia, sorteando coches fantasmales en medio de la neblina. Miró por el espejo retrovisor y solo vio un intenso aerosol de agua gris contra un asfalto y un cielo grises; miró por el espejo reconstruido y, aunque modificó su posición para ganar ángulo, no pudo ver nada en aquel cristal inútil. Aún entonces, siguió sin acordarse. No fue sino hasta el momento en que inició la maniobra de adelantamiento, cuando el camión que le adelantaba a su vez -y que él no había visto por el espejo roto-, lo arrolló como si fuera de juguete, y lo lanzó haciendo trompos contra los otros coches y contra el muro del arcén, cuando, mientras su cerebro se vaciaba de cualquier realidad y todo dejaba de tener sentido, recordó con total nitidez una madrugada de hace más de treinta años, cuando la panda salía a beber y a ponerse a tono y el alcohol ya les había soltado la lengua, primero, y los impulsos, después, y aquella chica de la disco le había hecho la cobra delante de todos, y salieron a la calle con los pies inseguros y los ojos brillantes, guaseándose de la gracia y de su desgracia, y le entraron ganas de vengarse de ella y demostrarles a ellos con quién se jugaban los cuartos, y se fue hacia el único coche que quedaba a aquellas horas en la calle con la misma resolución que si fuera el suyo, para colgarse de uno de los espejos hasta que un chasquido como de cuello roto le avisó, y lo dejó así, colgando de los cables, como desmayado.

Domingo de otoño.

Alfonso cogió los bártulos y se subió al coche para volver a casa. Pensó, como cada domingo que salía de hacer una guardia, que hacía un día magnífico para regresar y para descansar, para andar a su aire, y aquél sí que era, en realidad, un precioso día de otoño, lleno de luz y de ocres. La rutina de los viajes le empujaba a fijarse en los detalles; los cambios en el paisaje, el pastor que, cada domingo a la misma hora, caminaba por la orilla de la carretera, los vehículos parados en la fuente, los que aprovechaban las primeras lluvias para recoger setas, y algunos cazadores con sus perros. Sobre uno de los puentes de la autovía vio a un cazador cargado con su escopeta y, a medida que se acercaba, reconoció el movimiento de tres perros. Alfonso vio al hombre girarse y mirar el coche, nadie más circulaba en ese momento, y, al cabo de unos segundos, le vio plantarse tras la barandilla y subir la escopeta hasta el hombro.  Notó que se le encogía el estómago cuando intuyó el disparo, e, incrédulo aún, se dejó invadir por aquella sensación de calor y dejadez que le llenaba por completo. Cuando el coche se estrelló contra uno de los pilares del puente, Alfonso ya no respiraba y el cazador había desaparecido con sus perros.

Al día siguiente el periódico daría la noticia como un accidente de caza, un conductor muerto por un tiro perdido.  Solo dos personas en el mundo sabían de verdad lo que había pasado, pero una estaba muerta y la otra no tenía ninguna intención de contarlo. Y los perros no hablan.