Diario de Pepín. Día 23

Yo no sé muy bien qué día de la semana es; los perros no sabemos esas cosas. Pero sí sabemos cuándo los días son iguales y luego, de pronto, hay mucha diferencia. Y luego ya escuchas con atención y te vas enterando de que los humanos hablan de fines de semana y de sábados y de domingos.

Hoy es sábado. Lo sé porque, además de las diferencias de otras veces –no hemos ido a la oficina, solo a dar una vuelta, y, luego mamá ha salido con el carro de la compra- mamá lo ha hablado con el chico de la gorra y nos hemos ido de viaje.

El chico de la gorra tiene un coche que huele a nuevo y brilla mucho, el coche en el que mamá me llevó a la veterinaria hace un ruido diferente, agradable, pero diferente, y está como viejito, como si mamá hubiera ido y venido muchas veces con él. Bueno, pues el chico de la gorra nos ha llevado a un viaje largo. Yo me di cuenta de que era para mucho rato porque mamá colocó un empapador y una toalla vieja en el asiento de atrás y me dijo que era por si no aguantaba el pis o me mareaba.

Al final llegamos a una casa donde había una mujer muy viejita cocinando y se asustó de momento al ver a mamá, pero luego la abrazó un rato y también al chico de la gorra, y salió otro viejito a vernos y otro hombre que estaba dentro. Y todos sonreían y se abrazaban. Entonces supe que también tengo abuelos y tíos, tengo una familia enorme, y, aunque de momento solo tenían ojos para mamá y para el chico de la gorra, luego ya empezaron a abrazarme y a besarme a mí también. No me dio mucho tiempo a explorar la casa porque no quería separarme mucho de mamá, y, además, allí todo eran piernas y pies moviéndose de un lado a otro y podían tropezar conmigo.  Mamá me vigilaba todo el tiempo porque decía que podía meterme entre los pies de la abuela y podíamos tener una tragedia.

El hombre que estaba con el abuelo nos sacó muchas fotos, mamá conmigo cogido y el chico de la gorra –que se la había quitado en casa- también conmigo en brazos. Yo di muchos lengüetazos y moví muchísimo el rabo y estuve muy contento, aunque me acordé de Sofía, porque ella se quedó en casa y debía estar muy aburrida ella sola.

Lo que no me gustó del pueblo es que mamá me sacó para hacer pis y caca y no había hierba fresquita y verde, como aquí. Allí solo había tierra y cemento alrededor de la casa, y un poquito más lejos, unos yerbajos medio secos. Yo me adapto a cualquier sitio, hice todo lo que tenía que hacer y mamá les dijo a todos lo bien que me había portado.

Lo malo de ir a los sitios, aunque estés bien, es que tienes que volver. El coche no me hace gracia, se me revuelve un poco el estómago; de hecho, apenas cené aunque ya hacía mucho que habíamos vuelto. Quizás fueran las emociones. Para un perrito cualquier novedad es impresionante y saber que mamá también tiene papás, como yo, aunque estén lejos de casa, ha sido una sorpresa muy grande.

La fotografía

Alguien compartió la foto en Facebook. Una foto en blanco y negro de un hombre anciano, con la cabeza girada hacia su izquierda, mirando a un crío de unos tres años que estaba sentado a su lado, absorto ante la cámara, los pies cruzados en el aire, colgando, y un cochecito de juguete sujeto entre las manos.

El niño parecía ajeno al viejo, concentrado solo en la magia de la fotografía. El viejo había pasado un brazo por los hombros del crío y apoyaba blandamente su mano izquierda sobre el hombro del pequeño.

No sabía quién era el anciano ni quién era el niño; ni siquiera conocía a la persona que había compartido la fotografía. Pero sintió de nuevo aquel cosquilleo detrás de las orejas, el cuerpo como ahuecado -quizás eso era la felicidad, no notar el peso de tu cuerpo, no notar que has de esforzarte para caminar, levantas ahora un pie y luego el otro y te despegas del suelo levemente-, y sintió sobre su hombro adulto la mano protectora del abuelo que nunca conoció.

Evolución

Creía, como en lo antiguo, que, con cada foto que hacía, robaba el alma de todo lo que fotografiaba y por eso erraba por ahí, cámara en mano, para llenarse del alma de las cosas o la gente; pero creía también, que, con cada disparo, un poquito de la suya, un atisbo de luz de sus ojos se perdía por el visor. Por eso andaba trastabillándose y dando tumbos, entornando los ojos para no errar el paso,  un poquito árbol, un poquito pájaro y un poquito niño o mendigo cada vez. Cada vez un poquito más camaleón y cada vez un poquito más ciega.

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