“Podemos intentarlo”, dijiste, y los dos, por un momento, seguimos mirando al frente, hacia un horizonte más amplio que nosotros mismos, mientras el eco de tus palabras flotaba en mi ánimo, como las motas de polvo bailan en los listones de luz que atraviesan una habitación en penumbra. Durante unos momentos, los dos seguimos apoyados en el pretil del puente, mirando sin ver la corriente de agua, ajenos a todo lo que no fuera la presencia del otro. Volví la cara hacia ti, las manos apoyadas en la piedra fría y gris de líquenes rugosos y amarillos y quise decir “Pero es que…” porque me atenazaba el miedo y notaba los labios fríos y temblorosos y la lengua remolona y el alma rígida, pero tú te volviste también y levantaste mis ojos con los tuyos y posaste una mano tibia sobre la mía helada y, sin decir nada, solo con tu mirada dulce y paciente, sellaste mis labios y un momento después, tan solo un momento después, me escuché decir “Podemos… sí, vamos a intentarlo”. Y no fueron necesarias más palabras.