Amnesia.

Cuando tuve el accidente lo pasé mal. Al principio yo no era consciente de la gravedad de mis lesiones -estuve en la UVI durante casi tres semanas-, pero, lo supe luego, aunque las fracturas no eran graves, yo seguía inconsciente sin que los médicos supieran  muy bien por qué. Tampoco se explicaron mucho, o no me lo explicaron a mí, o soy incapaz de recordarlo, el batiburrillo que existía en mi cabeza cuando al final abrí los ojos al mundo.

Cuando dejé de ser un vegetal pasé a ser un extraño. Mi cerebro había despertado, pero no sé adonde ni de qué, porque estaba completamente vacío. No era capaz de recordar nada en absoluto, ni las personas, ni los hechos, ni, por supuesto, los afectos (¿cómo iba a sentir afecto por esa mujer que permanecía a mi lado día y noche? ¡Si ni siquiera sabía si se trataba de mi mujer, de mi amante, o de la vecina del cuarto! Aunque he de decir que ésta última duda fue la primera que resolví desde mi incapacidad; fui capaz, con bastante premura, de deducir que, si hubiera sido la vecina del cuarto, sin ninguna vinculación conmigo más que el hecho de cruzarnos en la escalera o bajar y subir en el ascensor, resultaba bastante improbable que se pasara las horas muertas al lado de un tío que no hacía más que mirar todo con ojos de desconfianza y que nunca, o apenas, contestaba a ninguna de las preguntas que se le hacían).

De esto hace ya más de dos años, y, por entonces, yo ya no tenía familia, como se entiende eso de tener familia, vivir con una pareja, o, incluso, tener hijos, o padres, rutinas, hipotecas, compromisos familiares…, todas esas cosas que después he aprendido y que suele tener la gente para no sentirse solo en el mundo. La mujer de mi inconsciencia era mi mujer entonces; bueno, he dicho antes que ya no tenía familia, debería aclarar que era mi mujer aún, porque acabábamos de meter los papeles en el juzgado para divorciarnos, de modo que, la muy ladina, permaneció a mi lado, en el lecho del dolor, mientras tuvo la certeza de que yo iba a morir y podía ser mi viuda, y rentabilizar “tan sensible pérdida”. Cuando los médicos le aclararon, que, sin saber cómo, yo me había llevado por delante sus sesudas estadísticas de morbi-mortalidad (esto lo aprendí luego también), decidió esperar a que el señor Juez decidiera sobre nuestro futuro económico, pero a dos mil kilómetros de distancia de mí. Y eso que podría haberme convencido de cualquier cosa con aquella cabeza de chorlito que yo tenía entonces. No puedo reprochárselo, al contrario, he de agradecerle que se alejara.

El neurólogo me explicó –sí, sí, era el de la Seguridad Social, quizás por lo insólito de mi situación, se tomó la molestia y el tiempo necesario para explicármelo, más de veinte minutos- algo que no entendí muy bien sobre los mecanismos de la memoria, sobre unas proteínas que fijaban lo que aprendemos y lo que vivimos como si fueran chinchetas sobre una tapicería, y, claro, depende de cuántas chinchetas tengas y de cómo las claves, para que esos recuerdos se queden fijos o se caigan de tu cerebro como un cuadro de la pared de tu salón. Incluso yo fui capaz de entender que en mi cerebro permanecían recuerdos y  capacidades que aún estaban ocultos bajo aquella corteza de estupor y de medicamentos, y otros, más intrascendentes, o más recientes, o vaya usted a saber, se habrían descolgado de forma irremediable. El problema estaba en qué nadie podía predecir qué era lo importante para mi cabecita, qué tipo de selección habrían hecho mis chinchetas para la decoración de mi imaginación y mis recuerdos. Vamos, que salí de la consulta en la convicción de que mi vida podía ser todo un espectáculo.

Si de algo puedo presumir a estas alturas, es de instinto de supervivencia, de modo que, gracias a él, he decidido convertir esta situación en una oportunidad, y estoy terminando un libro sobre esta experiencia de aprendizaje que mi editora se ha empeñado en presentar como un libro de autoayuda porque, según dice, no importa tanto el estilo literario (o las carencias en el estilo literario, diría yo), como la sensación que se despertará en el lector al conocer mi experiencia.

-Mira, no le des más vueltas- me dijo el otro día con tono de zanjar asuntos-, los lectores necesitan tener lástima de alguien para dejar de tenerla de sí mismos, y en ese libro te verán desvalido y necesitado de ayuda para reintegrarte a la sociedad.

Y, enarcando las cejas y dejando el bolígrafo sobre la mesa con un ligero golpe, para que no quedara ninguna duda sobre quién tomaba allí las decisiones, añadió: -¿No te parece que ver tus dificultades les hará sentirse mejor con lo suyo?- Y se quedó tan ancha.

Cosas así me han hecho replantearme cómo debo afrontar el día a día, pues he de reconocer que, en ocasiones, soy feliz con esta sensación de estar inaugurando mi vida constantemente. ¿Debería preocuparme? Yo nunca me he considerado alguien original o digno de mención, y, cuando digo nunca, me refiero a estos dos últimos años y también a mi vida anterior olvidada; pues, de haber sido la pedantería o el exceso de autoestima un rasgo de mi carácter previo al accidente, seguro que alguna pista quedaría de ello. Sin embargo, este hecho no implica que me sienta un individuo digno de lástima, ni mucho menos, hasta me divierten las situaciones que, a veces, se generan con este no entender asuntos que para otros son cotidianos y que mis pobres y agitadas neuronas se niegan a asimilar.

En una de estas ocasiones, a toro pasado (y nunca mejor dicho, ya entenderán por qué) habría podido ser gracioso el tema si no hubiera levantado ampollas en algunos de los que me rodeaban.

En aquellos días, unos seis u ocho meses después del fatídico y renovador accidente, era frecuente leer en los periódicos (yo devoraba cada días los periódicos de tirada nacional para situarme en un mundo que aún no era mi mundo) titulares sobre la conveniencia o no de prohibir las corridas de toros. Puedo jurarles que, en aquellos momentos, no podía entender cómo lo que yo interpreté por transporte de ganado de unos lugares a otros, podía generar polémica. No se podía condenar, ni a los toros, ni a ningún otro animal, a permanecer siempre en la misma finca, o en la misma granja, o en el mismo corral. Se conoce que el arte taurino (ahora sé perfectamente lo que es una corrida de toros, ya he estudiado el asunto, claro) no había estado entre las prioridades de mi vida interior, y nunca dediqué ni la más endeble de mis queridas chinchetas a sujetar el más mínimo conocimiento al respecto.

Mis amigos de entonces –no podría asegurar que fueran mis amigos de siempre, pues no podía recordarlos con claridad- decidieron que no podía seguir en tanta ignorancia en un asunto tan importante como los toros –y el fútbol, apuntaron después-, y decidieron llevarme a una corrida para imbuirme de ese afán españolizador . Yo les pedí, por favor, que me dejaran totalmente libre hasta el final, me sentía en la necesidad de presenciar el famoso espectáculo, verlo con mis propios ojos y luego ya les preguntaría yo las dudas que me surgieran.

Yo no podía creer lo que veía. De momento, la plaza me recordó, y mucho, los circos romanos que había visto en la enciclopedia de Historia que mi exmujer me había regalado, según dijo, para que me instruyera sobre los hombres de Cromagnon, ya que quería recordar mi pasado. Pensé que sobre la arena aparecería un toro dispuesto a luchar con un gladiador, cuando vi entrar por una de las puertas de la plaza una recua de hombres de lo más pintoresco. Los primeros iban vestidos de negro, con plumas en la cabeza, encima de unos caballos que a mí me parecieron magníficos, pero que me recordaban a los que tiraban de las carrozas fúnebres cuando era época de duelos a pistola en Madrid; bonitos, gallardos, muy diferentes de los que cerraban el cortejo, que eran gordos y torpes, quizás por los faldones, rígidos y pesados, que les estorbaban en las patas al caminar y porque llevaban también la cara tapada con una tela, y sus jinetes, igual de pardos, igual de pesados, con una lanza en una mano y un sombrerito redondo y encajado hasta las cejas, sin mucha gracia, a mi modo de ver. Sin embargo, lo que me dejó boquiabierto y como en trance, fue el grupo de hombres que caminaba entre los dos de los caballos. Iban en formación, como los militares, pero llevaban el uniforme de trabajo más extraño que yo había visto en mi vida (en mi vida pasada y en mi vida futura, ambas sin memoria). Me pareció, aunque a esa distancia tuve dudas, que llevaban un lazo en las zapatillas negras, sin cordones, pero me sorprendió muchísimo más comprobar cómo todos ellos se cubrían las piernas con unos leotardos rosas, y una especie de mallas cortas -no me parecieron pantalones, de tan ajustados que los llevaban-. Tanto la chaqueta, muy rígida, como las mallas, iban bordadas de lentejuelas, o de hilos dorados y plateados que dibujaban filigranas, muchísimas, y que brillaban al sol del atardecer. Una camisa blanca y una ridícula corbata completaban aquel traje tan extraño. Miento, llevaban todos un brazo en cabestrillo tapado por una capa corta, del color de las mallas, recogida con fuerza alrededor de la cintura, y de la mano libre colgaba un sombrero rígido, como tejido, con la forma de una boina recia, que luego se encajaron casi a rosca en la cabeza, con unas orejeras como tejadillos que, en realidad tampoco tapaban las orejas.

A mí solo se me pasó una idea por la cabeza, y lo pregunté, en esa curiosidad infantil que me devoraba:

-Pero, ¿en las corridas de toros se celebra el orgullo gay?-. Creí que se me echaban encima. No sirvió de nada explicarles que las medias rosas, y esos pantalones tan ceñidos que mostraban aquel bulto sospechoso en la ingle (sospechoso, no, tenía la certeza absoluta de saber lo qué había en aquel bulto), y esa capa recogida que dejaba el culo al aire cuando caminaban, me habían hecho pensar que iban disfrazados con un afán exhibicionista de claro tinte sexual.

Después de este error de cálculo ya no se me ocurrió hacer ningún comentario sobre las posturas del que ahora ya sabía que era el torero, símbolo varonil por excelencia, según me explicaron luego –hay que ver lo equivocado que puede estar un turista cuando llega de nuevas a un país-, ni, por supuesto, de todo lo que vino después, incluyendo la sangre, y la muerte, y el fervor del público aplaudiendo cuando el toro cayó malherido, y la ofuscación de otro de los hombres que insistía en clavar un puñal en la nuca del animal cuando ya tenía los ojos vidriosos, y la suelta de pañuelos blancos, como palomas de muerte, pidiendo, según me contaron también, que le cortaran las orejas del bicho muerto para dárselas al torero.

No entendí nada, me negué a entender el simbolismo que mis amigos de entonces –ahora les veo poco porque paso de toros y de fútbol- querían explicarme.

No sé si este episodio irá incluido en mi libro, es posible que mi editora lo desaconseje para no herir susceptibilidades, pues pretende, como buena editora que es, que mi libro se venda a diestro y siniestro, que lo compren los taurinos y los antitaurinos también, como si fuera necesario definirse al respecto, y aunque no sepan que necesitan ayuda y piensen que la necesito yo.

Yo, de momento, voy a intentar quitar esta chincheta, a ver si el recuerdo se desprende de mi cabeza.

Escenas II

Por lo visto, el hombre llevaba ya unos minutos en el suelo, en la calle, cuando alguien decidió que aquello era tarea de la Policía Municipal. Por lo visto, no era la primera vez, de modo que nadie había pensado que se tratara de un infarto, o de un intento de homicidio, o, lo más simple, de un tropezón al descuido seguido de un mal golpe en la cabeza. Por lo que dijo la Policía cuando le trajeron a Urgencias, el hombre era un viejo conocido –joven por edad, unos 40 ó 45 años, pero conocido desde hacía tiempo porque, cada vez con mayor frecuencia, se empeñaba en dibujar con tinta de alcohol un círculo vicioso, nunca mejor dicho, del que, como de todos los círculos, es imposible salir-.

El hombre caminaba torpemente, pero por su propio pie, custodiado por los dos policías, uno a cada lado, como si fueran los diques que iban a impedir su desbordamiento, según se balanceaba con las piernas abiertas y poniendo los cinco sentidos que ya le faltaban en no mover demasiado la cabeza para no caer de nuevo. Se había meado en los pantalones, que aparecían renegridos por la puesta ininterrumpida durante días, y salpicados por la sangre que había dejado de manar  de la ceja derecha. La camisa tenía algunos botones arrancados y también estaba manchada de sangre, de tierra y de restos de bebidas con el olor dulzón del alcohol destilado.

-Lo traemos porque se ha hecho una herida en la cabeza- dijo uno de ellos, como disculpándose con nosotros.

No es frecuente que nos traigan borrachos al Servicio de Urgencias, tan solo nos traen a gente joven, demasiado joven, que bebe ocasionalmente hasta casi perder el sentido; pero, cuando beber demasiado se convierte en una costumbre, cuando los accidentes, las caídas y los escándalos son frecuentes, el bebedor pasa a ser un borracho, y los excesos y las broncas se pasan en casa. Por eso el Policía se disculpaba con nosotros, por romper esa rutina de intimidad familiar.

-Ya hemos avisado a su mujer- y todos nos pusimos a echar una mano para subirle a la camilla y evitar nuevos accidentes.

Cuando acabamos con él, me di cuenta del tremendo contraste que suponía la cura limpia sobre la ceja del hombre, y la frente y la mejilla recién lavados, con aquellas greñas llenas de sangre seca (como se cayó, la sangre corrió hacia el pelo, pensé) y aquella ropa sucia y maloliente. El hombre charlaba soltando incoherencias y bravatas sobre lo bien que manejaba él situaciones como ésta. A la vista estaba lo bien que se manejaba.

Cuando se estaba incorporando, con un movimiento algo rotatorio de cabeza, hasta encontrar el equilibrio, llegaron a buscarle su mujer y su hijo.

-¿Qué te ha pasado, hombre?- Preguntó ella avanzando hasta el hombre, como si necesitara alguna respuesta diferente a la que ya tenía solo con verle. Era delgada, y curtida, con el pelo largo sembrado de canas y recogido en una coleta en la nuca- con un obligado sentido práctico de las cosas, pensé. La gente que no tiene dinero se viste por necesidad, no por estética, no entiende de modas. Las mujeres no se maquillan, ni van a la peluquería. La gente que no tiene dinero no puede ir al dentista, pensé también, cuando me fijé en un hueco de su dentadura-.

-Nada, no me ha pasado naaada- respondió él, barriendo el aire con la mano derecha-. Que me he mareado y me he caído.

-Pero, ¿has visto como estás? –dijo la mujer, sin que sonara a reproche; incluso me pareció que había un tono de súplica o de resignación cuando se acercó para colocarse a su lado, como una muleta bajo su hombro, invitándole a salir con ella.

El hijo permaneció inmóvil, inexpresivo, en la entrada de la sala; quizás por eso me llamó la atención. No tendría más de 12 ó 13 años, y, en lugar de acercarse hasta su padre para ayudarle a salir, siguió quieto y a distancia, como si solo fuera un espectador. Me di cuenta de que, en realidad, no quería mirarnos; ni a los policías, que aún seguían allí, ni a la enfermera, ni a mí; como cuando éramos niños y nos escondíamos con la certeza de que, si nosotros no podíamos ver, tampoco nos verían a nosotros. Solo que él se había convertido en el centro de mi atención, como el primer plano que aparece en una película para mostrarnos a uno de los protagonistas mientras la escena se desarrolla fuera de cámara. Tuve la sensación de verme caer por un pozo oscuro y profundo, al que me empujaba toda la vergüenza que el chico sentía. Vergüenza ajena, pensé; pero la peor de las vergüenzas, la que siente por tener un padre así, cuando debería –necesitaría- estar orgulloso de él. Y vergüenza por tener una madre condescendiente y consentidora, con tal de que no haya bronca, de que él no se enfade y todo siga igual cada día. La expresión del chico me pareció desoladora, culpable, con ese sentimiento de culpa que, con frecuencia, tienen las víctimas; y empezó a ahogarme con un dolor casi físico. El aire de la sala de Urgencias se había vuelto caliente y viciado. Agradecí que la torpeza del borracho al salir mantuviera la puerta abierta unos minutos y pudiera entrar el aire fresco de la calle.

Lluvia y chocolate.

Ya se lo avisaron; que en el extranjero no ataban los perros con longanizas.

-No te vayas a pensar que allí las cosas son fáciles –le había repetido hasta la saciedad su madre, y, más o menos, lo mismo le habían dicho sus amigos. Pero le resultaba tan insoportable continuar en aquella situación que cualquier salida le parecía mejor que seguir así, muriendo por inanición…

-Tengo que intentarlo- argumentaba él como única respuesta. –Tengo que intentarlo.

Habían pasado ya tres meses desde su salida, o desde su llegada, según se mire, y ya había comprobado que, efectivamente, las cosas no eran fáciles allí, tampoco allí. Las oportunidades de trabajo no eran tales, se trabajaba a destajo en tareas de baja o nula cualificación, con un mínimo salario y azuzado por la urgencia de conseguir entender y hacerse entender en un idioma que, de momento, era tan hostil como el clima.

-Joder, si aquí llueve un día sí y otro también, si no he visto el sol desde que he llegado!

-Mira, no le des más vueltas- insistía en conversación con otro español que fregaba platos a su lado – un país donde el chocolate es una leche teñida de cacao no puede ser un buen país. Joder, con la de chocolates con churros que me he tomado yo en el Café de Oro, de esos que se quedan como con nata negra por encima cuando se van enfriando, que necesitas un buen vaso de agua detrás!

-Te lo digo yo, en España el trabajo estará jodido, pero sol y tapas en los bares y chocolate de verdad no nos faltan. Si, hasta cuando llueve, llueve diferente, con más luz!.

-Que por eso vienen todos estos a vernos; que estos tíos no pueden disfrutar de la vida con este cielo gris, hombre!- concluía hablando en presente, como si siguiera en España.

El otro asentía sin dudarlo, se hacía muy cuesta arriba levantarte cada día, abrir la ventana y ver aquel cielo de color “panza burro”, y a los cinco minutos, y, para el resto del día, lluvia, lluvia, lluvia…y frío. Y, para remate, si decidías pedir un chocolate para reponerte un poquito, te servían aquel beberajo en vasos de poliespán con tapa de plástico y pajita. Casi una ofensa, un sin sentido para alguien que hubiera disfrutado de un chocolate con churros como es debido.

-Te digo yo que si pusiera una chocolatería aquí, sería un éxito, porque lo es en cualquier parte, joder, y aquí, con el frío que hace y lo que llueve, más. Que a lo bueno se apunta todo el mundo, y estos, tontos no son.

-Ya, ya –terciaba el otro-, seguro. Y decía “seguro” en el mismo tono en el que puedes decir “hoy hay luna llena”, es decir, como algo evidente pero ajeno a tu voluntad.

Si no fuera porque los miraban mal cuando iban a pedir trabajo porque ya había demasiados españoles ayudando en las cocinas y limpiando wáteres, si no fuera por tener que trabajar 12 horas para pagarse la comida y la cama,  si no fuera por el problema del idioma, si no fuera… serían capaces de demostrar que allí quizás no ataran los perros con longanizas, pero ellos iban a conseguir que lloviera lluvia de chocolate.

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Escenas I

La chica entra en el viejo café y se dirige hacia la mesa del rincón más alejado, sin dudar ni mirar alrededor, como si trajera el sitio elegido desde casa. Afuera, en la terraza, casi todas las mesas están llenas de gente que engaña al sol de agosto bajo sombrillas inmensas, pero ella escoge el aire acondicionado del interior, del que todos parecen huir. Levanta la silla de madera, para alejarla un poco de las patas de hierro repintado de la mesa y la golpea sin querer contra la tapa de mármol gris, lamido en las cantoneras por el uso de muchos años. La chica mira frecuentemente hacia la puerta, como si esperara ver a alguien entrar, y empieza a mover arriba y abajo el pie derecho, como un péndulo que llevara la cuenta del tiempo, desde sus piernas cruzadas. El movimiento repetido afloja un poco la tira del talón y su zapato se balancea con un ritmo propio.

Cuando el camarero se acerca, la chica parece sobresaltarse y la cara inexpresiva se vuelve hacia él con un gesto rápido, y duda un poco antes de pedir algo, con un ligero movimiento de cabeza, como si hubiera olvidado lo que quiere o le diera igual una cosa que otra, o le molestara que la distrajeran de su tarea de vigilante. Antes de que le traigan un café con leche mira el reloj dos veces, el reloj y la entrada, por ese orden.

Al cabo de unos minutos se abre de nuevo la puerta y aparece él. Al verlo, la chica se aparta precipitadamente la taza de los labios, como si se quemara, incluso olvida pasarse por la boca la servilleta de papel blanco con el nombre del café, y se queda así, con el brazo izquierdo levantado para señalarle el sitio y el labio superior atrapado bajo la espuma de leche batida. El chico llega hasta su mesa pero no tiene intenciones de sentarse, por lo que se ve obligada a estirar el cuello y mirar hacia arriba si no quiere levantarse ella también. La chica empieza a hablarle y le señala la silla de al lado iniciando el ademán de acercársela, pero él no se da por aludido y permanece de pie, ni siquiera ha sonreído al verla. Ella parece encogerse, y le mira desde un poco más atrás, con los ojos más hundidos y una línea vertical y profunda que le separa las cejas. Él comienza a decirle algo, se apoya levemente con una mano en el respaldo de la silla que ella le ofrece mientras parece dejarse caer sobre la otra, con los dedos algo crispados sobre el mármol frío de la mesa, y le habla despacio, sin abrir mucho los labios, como remachando cada palabra, inclinado hacia la chica mientras ella retrocede un poco más. Después, durante unos segundos, los dos guardan silencio, él permanece de pie, con ausencia de expresión en su cara; ella está más pálida, incluso le tiembla un poco la barbilla y los ojos se le llenan de agua, tanto, que apenas puede ver como él se gira bruscamente y avanza hacia la puerta sin mirar atrás. Cuando ella puede reaccionar, se seca la mejilla derecha con la mano y sale precipitadamente detrás de él. Sobre el mármol de la mesa queda el café derramado, y la taza volcada, manchada de carmín.

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