-¡Tapen el puto agujero o pongan una señal! ¡Hagan lo que quieran, pero hagan algo! Y entonces se apoyó, de pie como estaba, en el borde de la mesa; sus brazos, rígidos, acabados en dos manos como palas, y sus ojos, saltones, abiertos como platos. -! O van a dar lugar a que algún viejo se tropiece en él y tengamos que pagarlo como nuevo! Y arrastró la “o” final, dejando tiempo para que el jefe de obras, que era su único interlocutor, pudiera dar rienda suelta a la imaginación y ver la que se lo podía venir encima.
El concejal de urbanismo, íntegro y concienzudo como el que más, no comprendía como podían pasar estas cosas; como era posible que la última manifestación hubiera dejado tras de sí aquel descalabro. La prensa de la oposición había escrito a voces que los impactos de los botes de humo de la policía habían provocado oquedades en el asfalto de la vía principal, probablemente, seguramente, porque la última mordida del asfaltado que se hizo en primavera había sido desmedida y el material utilizado era endeble como el betún, es más, sólo era betún. Ya se sabía lo que había, tenían que ser los botes de humo de los policías, no podían ser las piedras que lanzaban los manifestantes, que la policía no hacía más que defenderse de tanto vandalismo, y los agujeros salían siempre después de las lluvias, ya era cosa sabida y esperada, pero la prensa malintencionada sólo pensaba en mordidas. Por cierto, a ver si hablaba con Cosme y le abroncaba, que, esta vez, se había pasado, bien es verdad que se quejó desde el principio de que no iba a quedar dinero para hacer el trabajo, pero Cosme siempre andaba igual, y, al final, había para todos y nunca pasaba nada, no iba a ser ahora la primera vez.
El jefe de obras salió del despacho con las ideas muy claras sobre lo que podía pasar, no tanto sobre lo que podía hacer para que no pasara, e, inmediatamente, destinó una cuadrilla formada por los obreros más competentes para que rellenaran de arena el agujero, la apisonaran bien para que no repisara y lo dejaran a nivel, que alguno era capaz de meter el pie –que le cabía de sobra porque, hay que joderse, lo grande que se había hecho el agujero-, y tener un disgusto –el dueño del pie, y él, por añadidura, que, a ver qué cara le ponía él al concejal si fuera el caso-.
La crisis había acarreado la penuria económica de los constructores de obra pública –no sólo de ellos, pero también- y, por ende, de los concejales de urbanismo que participaban de los desvelos de los constructores y de los de los ciudadanos, a pesar de que éstos, la mayoría de las veces, no se lo merecían, pero la vocación de servicio público era así y bastaba con la satisfacción del deber cumplido. Sin embargo, también había que reconocer que la crisis había traído algo bueno y era que, después de tantos años, generaciones incluso, intentando doblegar a los segundos –los primeros nacían doblegados ya-, por fin, poquito a poco, sin prisas pero sin pausas, éstos se habían ido dejando apoderar por un sentimiento de fatalidad que, ¡oh, milagro!, les había llevado a dejar de protestar, a dejar de quejarse. ¿Para qué quejarse, si la situación era irremediable? ¿Cómo si no, explicarse que, después de quince meses sin tapar el agujero nadie viniera a quejarse por el Ayuntamiento?
El concejal de urbanismo, próximas las fechas de la campaña electoral, decidió darse un baño de popularidad –populismo según la prensa amarilla- y se dedicó a recorrer los barrios, los periféricos, que el centro ya se lo caminaba él cada día para ir a su despacho, pero sin pasarse, que los del extrarradio podían esperar a la siguiente campaña y, según como se viera él de seguro. Dudó hasta el final de si sería juicioso pasar también por aquella calle agujereada que llevaba tantos meses sin arreglar, pero en seguida decidió que era el momento, que él siempre daba la cara y no tenía la culpa si el Ayuntamiento no había destinado presupuesto para aquello, al fin y al cabo también podía explicar, si alguien se ponía borde, que la culpa la tenía el concejal de cultura, que era de la oposición, que pidió destinar el dinero a contratar al personal de la biblioteca, que, por cierto, cerrada, no había generado ningún gasto en siete años, pero como el de cultura tenía fama de subversivo, hubo que ceder y dejar el agujero para mejor ocasión.
No podía dar crédito a lo que veía. Mira que ya iba mosqueado porque parecía que nadie quería pararse a hablar con él, quizás el fotógrafo que le seguía a todas partes les intimidara un poco, estaba claro que no se merecían que un político se molestara en conocer de viva voz cuales eran los problemas del barrio, pero aquello ya era el no va más; después de quince meses, del famoso agujero de los botes de humo emergía un arbolito, y en la valla alguien había escrito “Proyecto árbol” y, además, los vecinos paseaban por allí cerca sin quitarle ojo, a ver si resulta que ahora temían que el Ayuntamiento asfaltara la calle. Dio por terminado el paseo y enfiló encorajinado hacia su despacho. Al día siguiente llamó al jefe de obras y, aunque intentó sosegarse, a medida que hablaba, se enfurecía cada vez más.
-¡Me importa un carajo si el árbol ha nacido sólo o alguien lo ha plantado allí! ¿Pero, qué se ha pensado la gente que es esto? ¡Ahora mismo vas allí y lo arrancas; tú, personalmente! Solo nos faltaba que viniera alguien enarbolando banderas de ecologismo, y de vida en la muerte, y tonterías por el estilo…
-Señor… piénselo usted bien, mire… El hombre le tendió el periódico local y le señaló la fotografía que venía en la segunda página. El fotógrafo que llevaba en la campaña le había sacado una foto cuando se inclinaba sobre el arbolito y el agujero, de modo que se veía el gesto, pero no la gesticulación, y su jefe de prensa había aprovechado la oportunidad para explicar cómo el concejal de urbanismo, defensor de las zonas verdes en su ciudad –“su ciudad”, textualmente- había alabado la feliz iniciativa de los vecinos, que se turnaban para regar y proteger del vandalismo el germen de lo que podría llegar a ser un parque.
El concejal intentó tragar saliva para aliviar la presión de la garganta, se sujetó en el borde de la mesa para no caer y pensó, antes de perder la conciencia, que el oficio de político estaba lleno de sacrificios y sinsabores.
Foto cedida por Raúl Rodríguez Acedo.