Instantánea

Mi madre camina con pasos tartamudos, balbucea con los pies y levanta un poquito los brazos, como los polluelos las alas, buscando apoyo en el aire. Mi madre mira mucho al suelo, mira mucho a todas partes, con los ojos abiertos y la frente fruncida por el esfuerzo, pero no ve todo lo que mira, no le da tiempo a ver…. y se deja llevar sin protestar; más bien espera, aunque no lo dice, que la tomes del brazo y la lleves un poquito por delante, ahora que ella ya va detrás de todo….

                                   Febrero 2011

La entrevista

La periodista se inclinó hacia la anciana desde el sofá de al lado, con una sonrisa cómplice y una voz seductora, para preguntarle esta vez por algo más íntimo, más personal que la obra de toda su vida, si es que podía haber algo en ella más personal, y, a la vez, más íntimo, que su obra.

-¿Qué fue lo que la enamoró de él?
La anciana sonrió dulcemente y miró a la muchacha con ternura, tan joven le pareció, tan inocente, preguntando por la génesis del universo…
-Me enamoré de él, dijo –y ninguna de las dos le había nombrado- en el momento en que le vi comiendo pan.
La anciana esperó a ver la cara de asombro de la joven, y continuó.
– Como un niño, comía pan como un niño, cogía un trozo enorme y no lo partía para llevárselo a la boca; cogía un trozo inmenso –y gesticulaba como si fuera él en ese momento- y lo comía a mordiscos, como si se le fuera a terminar, con ansia, como si no hubiera manjar más exquisito en el mundo.
La joven se quedó mirándola con cierta expresión de sorpresa, y la anciana añadió:
-Mire, señorita, yo supe, al verle, que ese hombre era capaz de saborear la vida con el mismo entusiasmo que ponía en comerse el pan, que era capaz de hacer grandes las cosas pequeñas, de ser inmensamente feliz y, probablemente, inmensamente desgraciado. Él era capaz de emocionarse con la vida; y de emocionarme –dijo pensativa y, mirando a la muchacha, añadió – ¿quién iba a perder una oportunidad así?
La joven recompuso su figura contra el respaldo del sofá, el bolígrafo abandonado sobre el bloc de notas y la mano desmayada en el regazo, mientras dudaba de si sería capaz de transmitir la fuerza y el brillo de aquellos ojos gastados.

Un día más

Se apoya en un bastón demasiado alto que coloca un poco oblicuo al caminar y casi arrastra en la otra mano una bolsa de plástico con muchas vidas, vacía y arrugada. Mira al suelo de cerca -los años siempre se posan en la espalda y doblan a uno por la mitad y le agarrotan las piernas, hinchadas y torpes-, se acerca a la frutería de la esquina y mira y remira el género y hasta toquetea un melocotón mientras el muchacho del puesto de fruta hace como que no la ve. El bastón, la bolsa, el monedero y la vista cansada son demasiados enemigos juntos y por eso ofrece la cartera al muchacho, mirándole a los ojos, y él mismo coge las monedas y también le cuelga la bolsa preñada en la mano izquierda. Se gira lentamente y comienza a caminar mientras la mirada protectora del frutero la acompaña hasta que libra la acera.