La culpa

Asunción tiene menos años de los que aparenta, su falta de detalle en el vestir, su pelo desteñido y ese rictus que le arrastra la boca hacia abajo, la hacen parecer una mujer vieja. Asunción es de pocas palabras, y nunca habla por propia iniciativa, contesta, cuando lo hace, con frases cortas y en un tono desabrido, como toda ella. Pero no siempre fue así.
Amadeo, el marido de Asunción, es amable con ella a pesar de su carácter; también es amable con los vecinos, siempre dispuesto a echar una mano, siempre servicial; nadie recuerda haberle visto borracho y todos hablarían bien de él si acaso alguien preguntara. Pero no siempre ha sido así.
Asunción y Amadeo se conocieron en las fiestas del pueblo de ella, cuando los muchachos de los pueblos vecinos se acercaban al baile y a los bares a ojear a las mujeres, a provocar a los hombres y a presumir de sus conquistas. Asunción y Amadeo tenían 18 años entonces, hace muchos años ya, y los dos rebosaban fuerza y ganas de vivir. Lo suyo no fue fácil, porque ella andaba entonces ocupada con un novio que, además de a ella, le gustaba también a su familia, y la oposición de sus padres, cuando se percataron de la presencia de Amadeo en el corazón de la hija, solo se vino abajo ante la vergüenza de un embarazo que nadie deseó. Cuando Manuel nació, tanto los abuelos paternos como maternos se ablandaron y perdonaron, todos veían en los rasgos del niño los suyos propios y Amadeo y Asunción eran tan jóvenes y tan inexpertos que dejaron que el niño fuera creciendo como el trofeo de cada uno de ellos.
No es posible saber si fue el miedo a la responsabilidad, el exceso de juventud, la ingerencia de las familias o un poco de todo, pero, cuando Manuel aún tenía lengua de trapo, Amadeo buscaba ya con frecuencia el desahogo y la perdida libertad en otras mujeres que no eran la suya, y Asunción se pudría en medio del dolor sin saber qué hacer para retenerle a su lado. La desesperación la llevó, de desear a su marido, a desear hacerle daño, su herida solo se restañaría con una herida peor, y una noche en que Amadeo regresó de madrugada, oliendo a cerveza y a un perfume que no podía ser el suyo le mintió con los puños apretados hasta hacerse sangre en las palmas de las manos que Manuel no era hijo suyo, sino del novio que tenía cuando él empezó a rondarla. No hubo más gritos aquella noche, ni en los días siguientes, sólo dos fieras enjauladas haciéndose daño en silencio.
Al cabo de unos días, el niño, harto de la falta de atención que le prestaban los padres, comenzó a lloriquear desde el descansillo de la escalera porque quería salir a la calle; del lloriqueo pasó a los chillidos y al pataleo hasta que Amadeo le gritó a Asunción que hiciese algo para callar “a tu hijo”-dijo-, y escupió las dos palabras como si fueran veneno. Ella no se inmutó, continuó de pie fregando los cacharros, de espaldas al marido. Por eso no lo vio, no pudo ver como Amadeo se levantaba con rabia, se ponía al lado del niño –más bien, sobre el niño- y le gritaba que se callara. Manuel, al contrario, enfadado por la falta de costumbre de que le negaran algo, y asustado al ver a su padre gritándole desde su estatura de gigante, arreció el llanto hasta que la manaza de Amadeo le volteó la cara y le desequilibró el cuerpo. El niño rodó escaleras abajo, y los gritos cesaron en ese mismo instante. Por un momento, Amadeo y Asunción lo vieron caer, incrédulos y paralizados, hasta que los dos corrieron atropelladamente hacia el hijo inmóvil.
Los dos dijeron que había sido un accidente; sin tener que hablarlo antes, los dos contaron que el niño era travieso y había aprovechado el momento en que ninguno de los dos lo vigilaba para bajar la escalera. Los vecinos contaron que querían tanto al niño, que era tanto su dolor, que ni el padre ni la madre fueron capaces de llorar; los dos, secos y heridos de muerte. El día del funeral se miraron como pudieron, y los dos admitieron sin decirlo que nos les bastaría el resto de su vida para librarse de aquella culpa compartida. Jamás volvieron a hablar de Manuel, ni volvieron a ocupar el piso de arriba –nos sobra espacio aquí abajo, dijeron-.
Cuando Asunción se despierta desencajada al oír en sueños el llanto del niño, Amadeo acude solícito hasta ella y la abraza sin ternura hasta que se tranquiliza, sin decir una palabra. Cuando es Amadeo el que tiene pesadillas y se levanta y camina como un loco por la casa con las manos cubriendo sus oídos, ella se acerca y se las coge entre las suyas para calmarle. Viven juntos los dos, ayudándose a morir lentamente, sin separarse nunca, para no tener nunca un momento de desahogo, un momento de olvido.