Diario de Pepín. Día 103

Mamá no sabía que los perros tenemos un olfato finísimo, que somos capaces de oler hasta lo que parece que no huele. ¡Cómo, si no, podría explicarse la cara de sorpresa que ha puesto esta mañana cuando, dando una vuelta por la ciudad, me he subido de pronto a una pared de piedra y he metido los hocicos en un arbusto! Y es que, en el fondo del arbusto, había una paloma muerta.

Que mamá, para ser mamá, a veces es un poco inocente.

Amapolas

Me impresionó la torre de cristal y acero. Siempre lo hacía. En el centro de la plaza del centro de la ciudad, tan alta sobre el asfalto y sobre mí, me hizo imaginar a los liliputienses frente a Gulliver.

Fue entonces cuando vi la vieja pared de ladrillo, tan modesta que nunca me había llamado la atención, a pesar de llevar allí más años que la torre inmensa.   Y vi las amapolas, tan desubicadas, aprovechando la poca tierra que el viento había arrastrado hasta el resguardo de los ladrillos. Pensé en lo delicadas que eran esas flores, con pétalos rojos que se arrugan y se enturbian con solo tocarlos, y pensé también en que las amapolas nunca beben del agua de los jarrones y nunca adornan cuidados jardines.

Las amapolas son flores salvajes y libres. Y su sola presencia entre el asfalto y las aceras era la prueba de que aún hay esperanza.

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Volver

Me di cuenta cuando volví a la ciudad, después de tantos años. Era la misma que habíamos recorrido juntos, los mismos bares, los mismos rincones… pero no era la misma. Ahora la veía plana, distante; su manto protector había desaparecido. La luz que fue mi inspiración en otro tiempo se había tornado mortecina y cualquier lugar al que mirara era uno más.

Me di cuenta de que, en realidad, las cosas seguían igual, inanimadas. Los mismos edificios, algunos bares nuevos, tiendas cerradas con escaparates sucios y pintarrajeados, los niños en los parques y los viejos en los bancos, buscando el sol. Y me di cuenta de que era yo el que había cambiado. Ya no vivía para las mismas cosas que entonces. Ya no miraba a mi alrededor como si necesitara embeberme de la vida de los otros, ya había vivido lo suficiente como para haber aprendido a vivir solo.

No me malinterpretes, nadie me sobra, pero a nadie necesito. Ya no voy corriendo detrás de los afectos, quizás porque con el tiempo aprendí a quererme un poquito más. Sí, añoraba la ciudad de aquellos tiempos hasta que me di cuenta de que añoraba lo que entonces viví. Y en ese mismo instante, pude verla de nuevo en toda su belleza. Era mi corazón, baqueteado de retiradas y de dejar marchar, el que latía; eran mis ojos llenos de vida los que hacían magníficas aquellas piedras doradas por el sol.

(De «Las memorias de Ismael Blanco»)