Mamá dice que si me pienso yo que ella se queda coja en la ducha, porque todas las mañanas, cuando acaba de ducharse, tiene solo una chancla sobre la alfombra. Y, de pronto, la otra aparece en mi camita. También me dice que soy un guarro porque, antes de que ella se haya dado cuenta de que Sofía ha cagado, voy yo y me llevo las cacas en la boca. “Con jabón”, me dice, “con jabón”.
Por la tarde hemos vuelto de la oficina por donde hay hierba. Estaba llena de olores y he hecho caca y pis. Yo miro a mamá cuando hago pis, a ver qué cara pone, y la veo sonriendo y diciendo “¡bien, muy bien, pequeñín, muy bien”. Entonces muevo el rabo y me acerco para que me acaricie. Ya no quiero trocitos de colín -bueno, no siempre- porque prefiero ver lo contenta que se pone.
Cuando estábamos en la calle, he visto entre la gente al chico de la gorra, y, como mamá no se había dado cuenta de que venía, me he sentado para esperar a que se acercara y me he puesto a mover el rabo y las patitas. Luego nos hemos puesto muy contentos los tres, y el chico de la gorra me ha cogido de la correa y hemos hecho unas carreras.
Yo creo que el chico de la gorra debe ser para mamá algo así como yo, un hijo más, aunque no viva con ella, porque siempre que lo ve le da dos besos y le habla con mucho cariño. Y no le riñe. A mí me riñe algunas veces pero eso debe ser porque el chico de la gorra es muy grande ya y yo soy muy chico todavía.
Cuando el chico de la gorra viene a la oficina y estamos trabajando los tres -bueno, yo me duermo al lado de mamá o a su lado si mamá no está- mamá lo llama a veces por su nombre. Por eso sé que se llama Miguel. Pepín y Miguel. Bueno, Pepín, Miguel y Sofía.