Diario de Pepín. Día 9

Mamá dice que si me pienso yo que ella se queda coja en la ducha, porque todas las mañanas, cuando acaba de ducharse, tiene solo una chancla sobre la alfombra. Y, de pronto, la otra aparece en mi camita. También me dice que soy un guarro porque, antes de que ella se haya dado cuenta de que Sofía ha cagado, voy yo y me llevo las cacas en la boca. “Con jabón”, me dice, “con jabón”.

Por la tarde hemos vuelto de la oficina por donde hay hierba. Estaba llena de olores y he hecho caca y pis. Yo miro a mamá cuando hago pis, a ver qué cara pone, y la veo sonriendo y diciendo “¡bien, muy bien, pequeñín, muy bien”. Entonces muevo el rabo y me acerco para que me acaricie. Ya no quiero trocitos de colín -bueno, no siempre- porque prefiero ver lo contenta que se pone.

Cuando estábamos en la calle, he visto entre la gente al chico de la gorra, y, como mamá no se había dado cuenta de que venía, me he sentado para esperar a que se acercara y me he puesto a mover el rabo y las patitas. Luego nos hemos puesto muy contentos los tres, y el chico de la gorra me ha cogido de la correa y hemos hecho unas carreras.

Yo creo que el chico de la gorra debe ser para mamá algo así como yo, un hijo más, aunque no viva con ella, porque siempre que lo ve le da dos besos y le habla con mucho cariño. Y no le riñe. A mí me riñe algunas veces pero eso debe ser porque el chico de la gorra es muy grande ya y yo soy muy chico todavía.

Cuando el chico de la gorra viene a la oficina y estamos trabajando los tres -bueno, yo me duermo al lado de mamá o a su lado si mamá no está- mamá lo llama a veces por su nombre. Por eso sé que se llama Miguel. Pepín y Miguel. Bueno, Pepín, Miguel y Sofía.

Neurosis

Olía a jabón. Un bebé que huele a jabón resulta delicioso, pero aquel hombre olía siempre a jabón y, por eso, al estar a su lado no podías menos de imaginar la persistente suciedad que le llevaba a lavarse constantemente las manos.

Todo en él era correcto y frío, su forma de vestir, de peinarse, de afeitarse e, incluso, de hablar; sin llamar la atención en colores o hechuras, de visita periódica al barbero, de afeitado diario y sin soltar tacos ni siquiera cuando estaba muy jodido. Porque él, en el fondo, estaba muy jodido y necesitaba esa apariencia relamida y encorsetada, y llegar antes de tiempo a todas las citas, y dejar cada mañana la taza del desayuno en el mismo sitio del fregadero, y contar los escalones que había hasta la entrada de su casa, aunque sabía que siempre eran los mismos, o los pasos que caminaba por la acera hasta llegar a la esquina, o colocar los bolígrafos en determinado orden de color sobre la mesa, o la compra sobre la cinta de la caja del supermercado en un orden estricto que solo él había decidido y que estaba fuera de toda lógica… porque solo así tenía la seguridad de que nada iba a desmadrarse, y de que nada iba a ser una amenaza. Porque solo así podía esquivar el miedo atroz a lo que pudiera pasar.

Cuando yo le conocí me vino a la memoria la imagen de un informativo de televisión donde hablaban de un hombre común, correcto con sus vecinos aunque no demasiado sociable, lo suficiente como para no destacar por arisco ni por metomentodo, que había sido detenido por la Policía porque ocultaba en su jardín varios cadáveres que alimentaban sus rosales desde hacía años. Miré a este hombre plano, aquí y ahora, y pensé que demasiado jabón no sería suficiente para limpiar aquella suciedad que él sabía oculta y que no habría jabón en el mundo capaz de acabar con el olor de los cadáveres que uno oculta en su jardín.

Yo entonces no lo sabía. Mucho tiempo después supe, que, efectivamente, en el jardín de su infancia había quedado enterrado un niño de siete u ocho años; el niño que él debería haber sido si nunca hubiera tenido que bajar a la sacristía después de la catequesis, cuando ya todos se habían marchado a casa y Don Florencio, que en el infierno esté, le pedía solo a él que se quedara para enseñarle a ser monaguillo.