De miseria.

El pasado le brotaba por los ojos, cercados por miles de arrugas entrelazadas que  ese mismo pasado había ido escribiendo, machaconamente, a los largo de los años. A veces, cuando las angustias del recuerdo le anudaban la garganta, los ojos se le apagaban más, por secos.  Primero había dejado de llorar, cuando el su José y el hijo murieron -sobre todo, bien lo sabe dios, cuando el hijo murió-, no se puede sentir tanto dolor, tanto y tanta impotencia sin que se acaben  las lágrimas; después simplemente fue cuestión de tiempo que los ojos se le quedaran secos del todo, y que el frío de aquella casa vieja de pueblo se le metiera en los huesos y en el alma.

Tenía la costumbre de secarse las manos con el delantal; las manos nudosas como vides, constantemente mojadas y buscando constantemente en el regazo los pliegues del mandil para secarse; y luego se quedaban ahí, al amparo de la tela enrollada. Dejó retorcido el trozo de toalla que le servía de bayeta y salió al corral a por algo de leña para la chimenea;  lo oyó al remover los troncos, a pesar de que ya estaba dura de oído aquel sonido agudo le llegó perfectamente, y lo anotó en su cabeza como un gemido de animal, una cría desamparada y casi recién nacida. Rebuscó un poco, alargando las orejas, y encontró un gatito de poco más de una semana, con los ojos agrisados y mates aún en unos párpados perezosos. Lo cogió con dos dedos, pillándole por el cogote, mientras el animal chillaba muerto de hambre y tiritaba con los pelos de punta; se lo colocó a la altura de la cara y lo miró con curiosidad, recordó que la gata de la vecina había aparecido aplastada en la carretera el día anterior y dio por hecho que aquel bicho chillón era una de sus crías.

-¡Vaya, vaya! ¿qué tenemos aquí? –y el gatito permanecía colgado del aire sujeto por la pinza que, entre los dedos, hacía la mujer. –De modo que tienes hambre y por eso chillas… ¡Pobre, si estás muerto de frío!

No había decidido quedárselo, no tenía que hacerlo, las cosas, en la vida, le habían pasado, sin más. Conoció a José siendo joven y se casó con él porque él se lo pidió, tuvo un hijo porque dios así lo quiso –que ni él, y ella menos, por dios, sabían de modernidades para tener o dejar de tener hijos- y no quería pensar quién había querido arrebatarle a los dos, pero la vida se los había arrancado y ella no había podido opinar ni decidir en contra. Y cada día vivía porque era lo que tenía que hacer, y punto. Y ahora, aquel bicho chillón la había llamado para no morirse de hambre y de frío. Y punto.

-¡Vaya pareja hacemos, muchacho!- Lo metió en el refugio del mandil y lo acarició alisándole el pelo; se enderezó como pudo pero no se llevó la mano a la ringa, como otras veces, ahora ocupada en dar un poco de calor al gatito, que seguía gimiendo lastimosamente.

Entró en la casa y, sin soltarlo, se acercó al basar; cogió un platito y lo llenó de leche, hundió los dedos en el pan y arrancó unas migas que humedeció en el plato y cogió una pizca para dársela al animal. El gatito sintió el olor imperecedero de la lejía en las manos de la mujer y buscó con la boca más que con los ojos, sorbiendo con avaricia la miga empapada en leche.

-Miserias- dijo mientras la lengua rasposa le limpiaba la yema del dedo. Te llamas Miserias, porque eso es lo que nos ha tocado en suerte, a ti y a mí. Come, come…, sí que tienes ganas de vivir…

Algo se le esponjó dentro del pecho y un hormigueo le subió hasta la cara, tensando la piel, pero no sonrió. Le picaron un poco los ojos mirando al gatito que se afanaba en lamer sus dedos, y, de haber recordado cómo, se habría echado a llorar.

De dolor y soledad

Dejó el teléfono a su lado en el sofá, y se encogió abrazando su cintura; el nudo del estómago había empezado a dolerle y sentía nauseas. Se quedó así unos minutos, con los ojos apuñados esperando las lágrimas, pero ni siquiera ese consuelo tuvo. La perra, que había estado ovillada en el sofá mientras ella tenía el teléfono en la mano, la miró levantando levemente la cabeza. Cuando vio que ella se balanceaba doblada aún, se incorporó hacia ella y le puso una pata en el muslo llamando su atención; la mujer pareció resurgir de un mal sueño y miró a la perra con sorpresa, como si acabara de darse cuenta de que no estaba sola, le pasó la mano por la cabeza y el animal respondió aumentando la presión de la pata y levantando el morro para tocar la mano de la dueña. Ella se sintió entonces caminando lentamente hacia un lago en el que adentrarse, un lago de lágrimas que inundó sus ojos, primero lentamente y luego ya de forma atropellada, al ritmo de sus sollozos.

Esta noche he decidido

Esta noche he decidido

morir un poco,

dejar un poco de ser  yo;

dejar de ilusionarme, tomar distancia

de este ir y venir

que me fatiga;

verlas venir, si es que vienen,

pero no buscarlas.

Esta noche he decidido

no cabalgar la cresta de las olas.

Quizás este trocito de mí

que ya está muerto

ocupe más que mi presencia,

quizás el hueco llene más que yo.

Pero morir

es tan triste siempre…

En la esquina de casa

Le temblaban las manos como le tiemblan a los borrachos viejos, pero él no era viejo. Cuando el banco le desahució él llevaba muchos años desahuciado de su vida. Desde mucho antes, se había metido en un túnel de drogas y alcohol que había creído recorrer con seguridad mientras le duró el trabajo y el dinero, pero en los últimos tiempos, ya sin ninguno de los dos, solo la niebla ocupaba su cabeza y se había convertido en un hombre gastado, rendido y, quizás por eso mismo, solo.

Cuando se vio en la calle decidió quedarse en la esquina de la que fue su casa para no perder de vista las caras conocidas, para poder decir un «buenos días » y recibir un «¿cómo estás?». Al principio, las vecinas se paraban a hablar con él, y le sacaban del supermercado algunas cosas que podía comer sin necesidad de cocinar: fiambre, pan, fruta o dulces y algún zumo en tetra brik que él cambiaba por un cartón de vino o una litrona para anestesiarse un poco; hasta que la barba enmarañada, la ropa sucia, los pies hinchados que sobresalían de los pantalones raídos y aquel temblor constante que amenazaba con volcar las monedas de su mano le fueron haciendo invisible.

Cuando apareció muerto y frío en el cajero donde se había refugiado para pasar la noche a nadie le extrañó, incluso alguno se atrevió a decir eso de que demasiado tiempo había durado. Hubo quien culpó a la sociedad de su muerte, que para eso pagaba impuestos y debía haber servicios que se ocuparan de los indigentes, y hubo quien cargó tintas contra él por haber desperdiciado su vida de aquella manera; hubo quien recordaba como si hubiera sido ayer cuando se paró a hablar con él y le dio unas monedas, aunque ya hacía varios meses de ello, y quien no dejaba de preguntar en la cola de la caja de quién estaban hablando porque no le había visto nunca. Hubo tanto revuelo en el barrio que hasta le salió un club de fans, y le encendieron velas que colocaron en la esquina donde pedía limosna, y pintarrajearon un cartel en su memoria, y le llamaron víctima y señalaron culpables, y le quisieron tanto, tanto, que él se arrepintió de no haberse muerto antes para disfrutar antes de aquel espectáculo.

Como yo era pequeña

Como yo era pequeña

me acostumbré a disfrutar con las cosas pequeñas;

cosas como pisar las hojas en otoño,

como ver volar un pájaro o hacer hileras las hormigas,

como tocar los cuernos de los caracoles

o ver brotar una semilla…

Eran cosas pequeñas, cosas de cada día,

que escondía

en mis bolsillos por si acaso,

por si acaso la vida se olvidaba de mí.

Literatura

A Gloria

-Profesor, usted que ha sido un gran estudioso de esta autora, ¿cree que influyó su vida privada en sus poemas?; porque nunca se casó, pero escribe muchas veces sobre el amor; ¿cree que sus poemas responden a una realidad?.

La chica se había empinado desde las sombras de las primeras filas y había acabado de pie, con el micro que le había alcanzado la azafata en la mano.

El profesor, un hombre de unos cincuenta años, de aspecto tranquilo y barba arreglada como al descuido, acercó un poco la varilla del micrófono de sobremesa y carraspeó levemente.

-Como probablemente saben ustedes, dijo, yo conocí personalmente a Isabel  Blanco y la frecuenté en sus últimos años porque su talento y su forma de hacer tenían un efecto hipnótico en mí. Isabel era una de las personas más interesantes que he conocido, y una de las más apasionadas y equilibradas a la vez.

-Efectivamente, continuó, ella nunca se casó, pero sospecho que fue para no someter a la rutina y al compromiso ninguna relación, por miedo a destruirla. Ella no hablaba de su vida privada en privado, “ya escribo –me decía-, mis poemas son mi alma desnuda”. Quizás se enamoró de alguien que no le correspondía, o quizás se enamoró de alguien a quien debió dejar marchar, quizás se enamoró en silencio y “para adentro” como le gustaba decir, “yo ya escribo para afuera y lloro para adentro”.

-En cualquier caso –y le pareció que se alargaba en la respuesta y miró de reojo al coordinador de la mesa que le seguía tan atento que se había olvidado del tiempo de los ponentes-; en cualquier caso, repitió, hasta donde yo conocí a Isabel Blanco y  hasta donde conozco su obra, estoy seguro de que ella amó mucho y muy intensamente. Ella no sabía vivir de otra manera.

La chica le había escuchado de pie, en señal de respeto. Cuando el profesor calló, se sentó de nuevo, y se dio cuenta de que le temblaban un poco las piernas.

Contrastes

A las 6:02 sonó el teléfono del Centro de Salud, la hora crítica en los servicios de Urgencias, el momento en que pasan revista en las Residencias de ancianos y el momento en el que los que han aguantado de noche para  no molestar deciden que ya no es demasiado pronto, antes de que sea demasiado tarde.

Sonó al otro lado la voz de un hombre ni demasiado joven ni demasiado viejo, tranquila, dulzona y hasta algo relamida.

-¿Podría decirme, por favor, cual es la farmacia que está ahora de guardia?.

La pregunta no le extrañó demasiado, la gente acostumbraba a utilizar al personal sanitario de cicerone para ahorrarse el paseo hasta la puerta del Centro y mirarlo ellos mismos, pero esa pregunta a las seis de la mañana, buscando la farmacia sin pedir un médico, no le parecía normal.

El hombre siguió dando explicaciones: “El enganche del tubo al gotero se ha obstruido. Sin duda, con algún movimiento brusco, se ha doblado la aguja y le he sacado una fotografía para coger otro igual». El médico de guardia abrió los ojos más aún y, literalmente, sacudió el cerebro, a ver si era capaz de entender.

-Perdone, pero… ¿desde dónde me llama? Nosotros no dejamos puestos sueros en domicilio…

-No- dijo el hombre al otro lado encogiéndose, porque al médico le pareció sentir, por el tono, como se encogía un poco-. Es para mi gatita, que la tengo con suero constantemente para que no se muera. ¿Puedo pasar por ahí para ver si tienen ustedes uno igual?.

-¿A las seis de la mañana? Perdone, esto es un servicio de urgencias de personas; estamos atendiendo –recalcó. ¿Por qué no busca una clínica veterinaria que esté 24 horas?.

Todavía se oyó un “claro, claro” al otro lado antes de colgar.

A las 8:10 el teléfono volvió a sonar; una mujer avisaba de que un pariente suyo había aparecido muerto en casa. El médico preguntó el nombre del difunto y lo apuntó, preguntó la dirección y la mujer dijo solo un nombre sin número en medio de las dudas, pues ella estaba fuera y también la acababan de avisar; “a las afueras del pueblo”, comentó, y ya no supo darle más referencias. El médico se sentía ya impotente cuando, como por casualidad, la mujer comentó que alguien había avisado a la Guardia Civil. El cielo abierto.

A los treinta minutos de circular monte arriba detrás del todo terreno de la Guardia Civil, por un camino forestal de tierra apisonada –“menos mal que no ha llovido”, pensó en voz alta, y la enfermera movió la cabeza asintiendo mientras se agarraba al salpicadero para amortiguar un poco el bamboleo de los baches- llegaron a una casa, detrás de un recodo del camino. Salió a recibirlos un perro que no había ladrado al oír los coches y movía el rabo como si les conociera o como si estuviera deseando ver gente, y escucharon en seguida el balido de una cabra que les miraban atentamente desde detrás de una cerca. Un pariente del hombre muerto lo había encontrado boca abajo, caído en la entrada de la huerta que, a la vista estaba, había cuidado hasta el último momento de una forma primorosa. A su lado, sobre la tierra negruzca y blanda, una col y unas zanahorias con las hojas todavía tiesas le hicieron imaginar que el hombre estaba pensando en su comida cuando la muerte le atacó por sorpresa. Un chorro de agua canalizada llenaba una cubeta con ropa puesta a remojo y aún se notaba el calor en las cenizas de un hogar de piedras, junto a la entrada de la casa. No debía haber luz, desde luego no había bombilla en la puerta, porque el hombre llevaba una linterna de minero en la cabeza, que en aquel momento no lucía. El pariente que lo había encontrado comentó que el muerto vivía allí solo desde hacía más de cuarenta años, como un ermitaño, se apañaba con la huerta y el ganado –“una cabra, dos gallinas y un cerdo”- dijo, y solo bajaba al pueblo a por pan.

-De casualidad que he venido yo hoy; porque salí a por níscalos y pasé a decirle algo… y mira lo que me he encontrado.

No había signos de violencia, no había por qué molestar al Forense, de modo que cumplieron el protocolo habitual y regresaron monte abajo. El frío les dolía en los pies. A lo lejos se oían los tiros de los cazadores.