La vida dulce

La miel caía desde la boca estrecha de una botella  de vidrio verde, y la mano de mi madre dibujaba el contorno de una rebanada de pan de pueblo que a mí nunca me pareció demasiado grande, rellenaba después la isla dibujada con trazo grueso y al final siempre quedaban, sobre los restos de blanco inmaculado, unas gotas espesas que tardaban en filtrarse. Yo miraba la rebanada empapada para ver como la miel iba ganando la partida, traspasando a veces la miga hasta bañar el plato, o me ponía a lengüetear los bordes por donde avanzaba  sigilosamente como la lava que rebosa de un volcán.

La miel con pan ha sido una seña de identidad de mi niñez, quizás por eso ahora, que he madurado y soy más niña cada día, me viene a menudo el regusto dulce y la visión dorada e incitadora de aquellas meriendas, y, sin querer remediarlo, me preparo una tostada de pan y dibujo una isla de miel sobre ella, suficientemente abundante como para tener que darle un lengüetazo en los bordes para que no se derrame.

Teresa

Teresa es alegre como unas castañuelas. A la primera de cambio y sin que le preguntes te cuenta que tiene seis hijos, que la más pequeña acaba de empezar la escuela y que, todos juntos, le dan mucho trabajo; que el mayor se llama como su marido y la más pequeña como su tía Isabel, que vive a pocos metros de su casa y le echa una mano con los chiquillos. De pronto se agonía porque es la hora de las meriendas y no sabe por donde andan, y quiere llegarse hasta la puerta del colegio para recogerlos y que no se le extravíen.

Teresa tiene 82 años. Pero ella no lo sabe.