Diario de Pepín. Día 22

Mamá suele dejarme en casa por las tardes. Hace mucho calor y el camino hasta la oficina, aunque corto, resulta agotador y, además, yo aprovecho, después de comer, a dormirme en mi camita, como un perrito bueno, para que así ella decida no despertarme.

Lo bueno viene después, cuando ya he descansado y estamos solos Sofía y yo. Ella no me hace ni caso, se sube a los muebles y desde allí me observa,  y ni siquiera reacciona cuando le ladro. Parece un gato de escayola. Entonces, para no aburrirme, me subo al sofá y cojo los muñecos, todos, incluso los que mamá no quiere que toque, y luego, como se me hace largo el rato que paso sin ella, voy al vestidor y me voy llevando la ropa que se pone en casa y unos cuantos zapatos. Y, cuando llega mamá, yo pongo cara de arrepentido y ella empieza a colocar otra vez las cosas y a decir “no, no, no…” Mamá me dice muchas veces “no”.

La guerra por el arenero es dispar aunque creo que la está ganando mamá. Sofía puede entrar y salir de él porque los gatos se curvan como las culebras, pero apenas hay espacio para poder salir, de modo que solo he podido hacerme con una caca que quedó muy cerca de la entrada y que yo recuperé con solo meter los hocicos. Creo que, según ha colocado el arenero mamá, si entro en él no podré salir. Además, ella vigila el momento en que Sofía hace caca para ponerla en una bolsa y tirarla, dice que antes de que me den tentaciones.

Diario de Pepín. Día 19

Dice mamá que cuando ella no está me revuelvo mucho. Ella salió muy pronto por la mañana, sin mí, y, a mediodía, vino el chico de la gorra y me sacó a dar una vuelta y a que hiciera mis cosas en la hierba. Mamá volvió por la tarde, tarde, y, en ese tiempo desde mediodía, conseguí subirme al sofá sin ayuda, y, desde el sofá, pude alcanzar los muñecos que mamá tiene encima del respaldo y me llevé un par de ellos hasta mis camitas. También arrastré, como pude, una oveja blanca que sujeta la puerta de su dormitorio, que es muy pesada porque está llena de tierra, y el enorrrrrme león de peluche que está sobre su cama. Ella no se dio cuenta al marcharse, pero una de las patas del león asomaba por el borde y, aunque yo no alcanzo a subirme, sí alcanzo a tirarle un bocado y bajarlo de allí. Además me dio tiempo a llevarme un vestido, una camiseta y cinco zapatos. Si mamá no estaba, al menos tener algo suyo lo más cerca posible.

Diario de Pepín. Día 3

Sé ladrar. Quiero decir que sé ladrar como un perro grande, sin ese chillido que me sale cuando quiero quejarme. Ayer por la noche, Sofía estaba tumbada en una de las camitas donde yo había estado antes –creo que, en realidad, se la he quitado yo a ella, pero eso no importa-y, desde una cierta distancia, desde la puerta del salón por si tenía que salir corriendo, le lancé dos ladridos que hasta mamá se quedó impresionada. La verdad es que yo también me quedé pasmado al escucharme y, aunque lo intenté de nuevo, luego ya solo me salieron dos chillidos histéricos.

Las cosas con Sofía van de esa manera. Me bufa menos, esa es la verdad, yo creo que se va acostumbrando, pero me mira con desconfianza y, a veces, cuando se cruza conmigo en casa, se asombra de que todavía siga allí.

Ayer tuvimos un momento muy dulce porque mamá me subió al sofá –yo no alcanzo a subirme- y Sofía se colocó del otro lado de mamá. Y así estuvimos los tres, tranquilitos. Hacía un poco de calor, tan juntos, pero ninguno dijo nada y yo me quedé dormido hasta que llegó el momento de ir a acostarnos. Después le pedí a mamá que me subiera también a la cama, que es más alta que el sofá y mucho más alta que yo, pero me acarició la cabeza y me dejó en la alfombra, como las otras noches. Ella me dijo “no, que te caes” pero yo creo que también tenía miedo por si me hacía pis. Así que me he esforzado y ya soy todo un campeón, he hecho caca y pis en el parque y  mamá me ha hecho muchos cariñitos y me ha dado un pedacito de colín.

Me sigo acordando de mis hermanos y me gustaría que mi mami Alba –mi mamá perra- y mi mami humana, supieran que estoy bien. Pero yo creo que sí lo saben, que las mamis saben esas cosas aunque no se les digan.

Diario de Pepín. Día 2

Yo creo que la cosa va bien. La primera noche, mamá me dejó dormir en la alfombra de su habitación y yo me puse lo más cerca que pude de ella. Dormí toda la noche de un tirón y ni siquiera me di cuenta de que la gata había dormido a su lado, en la cama. Yo creo que, si me porto bien, también podré dormir con ella, más adelante.

Como quiero hacerme mayor muy de prisa, aguanté toda la noche el pis pero, como tardamos en salir a dar un paseo, ya no pude más y me lo hice en el salón. Mamá se dio cuenta en seguida y lo recogió, y me dijo que “allí no”, pero ya no había remedio. Si yo lo sé, que a los humanos no les gusta que le mees el suelo, pero ya no podía más. Esta noche me he esforzado un poco más y he aguantado hasta llegar al parque. Mamá se ha puesto muy contenta, me ha dicho cosas lindas y me ha dado muchos cariños. A ver mañana.

La gata se llama Sofía. Lo sé porque, cuando está cerca de mí y me bufa, mamá le dice “Sofía, no”. Y se lo ha dicho muchas veces, pero no hemos llegado a mayores. Esta mañana, los dos nos asustamos, Sofía y yo, porque estábamos uno a cada lado de una esquina del pasillo y, al vernos de golpe, ella me bufó muy cerca y yo chillé como si me hubiera hecho algo. Pero fue el miedo, y ya no le tengo más miedo.

La vida del perrito de ciudad es muy atribulada. Todos los árboles huelen a pis y hay mucho que recorrer. Hay muchas hojas en el suelo y colillas, y algunas plumas. Yo quiero olerlo todo y cogerlo todo con la boca, pero mamá me dice “vaaamos” y me tira un poquito de la correa para que no me entretenga. Y luego, al llegar a casa, me limpia el morro y las patitas con una tela húmeda que huele muy bien. Yo creo que eso no es muy propio de perros, pero no pienso protestar, porque después, ella me da cariñitos otra vez.

Diario de Pepín. Día 1

Hoy mami me ha llevado al veterinario. La última vez fui con mis hermanas, pero hoy no. Estaban esperándonos allí la mujer del pelo blanco y el chico barbudo que vinieron a verme a casa de mami hace un par de semanas. Hoy el chico llevaba otra gorra, pero era él.

La mujer me ha cogido en brazos y los dos me han hecho muchos cariños, como a mí me gusta. Y me han sacado fotos. Mami también me ha sacado una foto para “el momento feliz”. Eso significa que ya tengo una familia para siempre. Lo sé por mis hermanos, que, en este último mes, se han ido de uno en uno, muy contentos, con humanos que venían a vernos. Y mami les hacía una foto para “el momento feliz”. Cuando había visitas yo corría más que ninguno y luego me despanzurraba al sol porque los humanos se entusiasmaban conmigo, pero no me llevaban con ellos. Yo creo que mis patitas cortas no les gustaban demasiado.

La veterinaria me ha tocado por todas partes, como siempre, y me ha clavado algo en el cuello. Apenas me ha dolido pero he chillado un poco para que mami y mi nueva mamá y el chico de la gorra me llenaran de cariños otra vez. Después mami se ha despedido de mí con un montón de besitos y nosotros tres hemos hecho un viaje. Yo creo que, por lo menos, hemos tardado un rato de esos largos, largos. A mí no me gustan demasiado los viajes, porque se me revuelve el estómago y se me llena la boca de saliva, pero tragué y tragué y ya está.

Hoy ha sido un día muy emocionante. En mi nueva casa vivimos mamá, una gata y yo. El chico de la gorra no vive con nosotros. A mí no me importa la gata, al fin y al cabo, yo acabo de llegar, me ha olido un poco y yo he pasado de ella porque no quiero problemas. Mamá me ha puesto una mantita al lado del sofá y la gata, cuando pasa a mi lado, se separa un poco y me mira con desconfianza. He visto cómo una vez se le ha puesto el rabo gordísimo, lleno de pelos de punta, pero yo he hecho como si nada porque no es culpa mía.

Por la tarde mamá me ha llevado a otra casa que no tiene sofás, ella dijo que era la oficina, pero no sé todavía qué significa eso, voy aprendiendo poco a poco. Ella se sienta delante de una mesa y toquetea todo el tiempo unos botones mientras mira una ventanita que se ilumina. Yo me he acostado al lado de su sillón y me he puesto a dormir, tranquilito, toda la tarde. A su lado. Después, cuando casi era de noche, nos hemos ido juntos al parque. Había muchos perros, todos grandes. Todos los perros me huelen, yo aguanto con el rabo entre las piernas pero tiemblo un poco y luego ya se van, y todos los humanos que me ven dicen que soy muy pequeñito y sonríen. Y algunos se acercan para acariciarme la cabeza. Me da vergüenza decir que, cuando vino el primer perro grandote a olerme tuve mucho miedo, mamá se dio cuenta y me cogió y yo le meé la falda. Pero ella no se enfadó y seguimos un rato todavía correteando por el parque.

Yo creo que no ha ido mal el primer día de mi nueva vida. Mamá y el chico de la gorra me quieren, se lo noto. Y la gata… bueno, ya me querrá poco a poco. Yo voy a portarme bien. Prometo no llorar y hacer lo posible para no mearme en casa pero aún soy pequeño y me cuesta mucho…

Paula sabe.

A Paula le encanta quedarse a estudiar en casa de Inés porque su madre les prepara unas meriendas que parecen salidas de los programas de cocina de la televisión. También le gusta mucho salir a patinar con sus amigas, pero lo que más le gusta, por encima de todo eso, es salir con su padre a comerse una hamburguesa o salir de compras con él. Inés no lo entiende. Dice que el suyo tiene un gusto horroroso para vestirse y que sólo le faltaba salir con él para comprarse la ropa; que menos mal que siempre va con su madre, aunque, al final, Inés siempre acaba mosqueada porque no se ponen de acuerdo en sus gustos.

A Paula todo esto le suena un poco extraño, le cuesta imaginar qué haría su madre en un caso así. Cuando echa la vista atrás se ve, con cinco o seis años, en los columpios del parque, y a papá vigilando para que no le pase nada; ve a papá leyéndole un cuento antes de dormirse, y a papá cogiéndole la mano y la mochila para llevarla al colegio… Algunos días también recuerda a mamá, como si se moviera en medio de la niebla, y esos días se va a la cama pensando que quiere soñar con ella, porque, en sueños, Paula ve a mamá con claridad. La primera vez que soñó con su madre, muy al principio, Paula se despertó llamándola y se echó a llorar cuando vio que no estaba. Papá corrió a su cuarto, la abrazó muy fuerte y lloró con ella hasta que los dos se quedaron secos de lágrimas. Después se fueron al sofá, ella muy pegada a él y él abrazándola por los hombros, y  estuvieron viendo fotografías de las últimas vacaciones que pasaron juntos.

Inés ha llegado esta tarde llorando porque Lola, su perra, ha muerto. Era la primera vez que estaba preñada y el veterinario ya les había dicho que tendría un parto difícil. Al final había tenido que hacerle una cesárea y Lola no había podido resistirlo. Lola traía cuatro cachorros pero tres habían nacido ya muertos.

Inés llora desconsolada y Paula intenta calmarla pasándole la mano por el cabello y susurrándole al oído hasta que siente que a ella también se le ahogan las palabras en llanto. Entonces la abraza y siguen juntas hasta que los sollozos de Inés se agotan.

-Escucha, Inés; yo quiero ese cachorro. Yo puedo cuidarlo, yo puedo quererlo. Saldrá adelante, ya lo verás.

Inés no sabe qué decir y se sorbe los mocos.  Paula insiste y le coge las manos para que solo atienda a lo que ella le dice:

-Inés, Inés, mi padre no va a decir nada. Mi padre va a estar de acuerdo. Yo sé cómo cuidarlo. Yo sé cómo querer a un cachorrito sin madre…

Inés asiente en silencio y las dos van hasta su casa cogidas de la mano.

El monstruo

Manu sabía que, en ocasiones, no debía salir de su habitación. Se lo había dicho mamá. Mamá le había dicho que algunas noches papá no podía dormir en casa porque trabajaba fuera. Y le había dicho también que había un monstruo que siempre les acechaba y quería entrar en casa cuando papá no estaba y no podía protegerles. Por eso, aunque mamá decía que la habitación de los niños no debía tener  pestillo, había puesto uno en la suya para que Manu pudiera encerrarse allí cuando sintiera al monstruo entrar por la puerta. La última vez mamá le había gritado que se fuera, que los dejara tranquilos en casa, pero el monstruo empezó a aporrear la puerta de entrada y Manu huyó hacia su cuarto, cerró la puerta tras de sí y se quedó apoyado en ella, sin moverse. Cuando sintió los gritos más cerca y gente corriendo por el pasillo, se empinó, pasó el pestillo y se fue al rincón más lejano, se sentó en el suelo y se abrazó las rodillas para que no le temblaran. También probó a taparse las orejas y a apretujar los ojos, y entonces vio estrellitas en la oscuridad y los gritos se alejaron hasta casi desaparecer.

Esta noche los dos habían esperado a papá para cenar, pero papá no había llegado. Mamá le había dicho que era muy probable que papá no pudiera darle un beso de buenas noches y se durmió sin llegar a escuchar el final del cuento que ella le estaba contando. Se despertó cuando el monstruo de su sueño, un gigante que tenía los ojos de fuego y unas manos enormes con uñas afiladísimas se acercaba a él para agarrarlo. El salto que dio para escapar casi le hizo caer de la cama. Entonces oyó los golpes y los gritos. Sin duda su padre no había regresado y mamá luchaba con el monstruo. Se metió bajo la cama y se tapó los oídos. Su barriga sobre el suelo se movía cuando los golpes eran más fuertes. El monstruo debía estar destrozando los muebles y mamá gritaba y  el monstruo también. De pronto todo cesó, los gritos y los golpes, y Manu salió de su escondrijo y se acercó de puntillas hasta la puerta de su cuarto, pegó la oreja a la madera y escuchó atentamente.  Esperó a que mamá viniera a buscarlo, como otras veces, pero mamá no vino. Manu iba a llamarla pero pensó que, quizás, el monstruo no se había marchado aún, y siguió mudo en su cuarto un poco más. Era imposible que mamá se hubiera ido sin él, mamá nunca haría eso. Manu empezó a llamarla, primero con un susurro, luego un poco  más fuerte, pero mamá no apareció. Manu se atrevió a abrir la puerta y salió al pasillo, en la entrada de la cocina había trozos de platos rotos, su taza del desayuno y un tenedor y la consola de la entrada estaba volcada en el suelo y el espejo de la pared roto. Manu se quedó parado en medio del pasillo, sin atreverse a entrar a las habitaciones; seguramente mamá también se habría escondido y eso quería decir que el monstruo todavía estaría por allí. Con la mano siguiendo la pared fue dando pasitos cortos, las piernas se le habían vuelto de madera. “En su habitación. Mamá estará escondida en su habitación”. Manu llegó hasta la entrada del dormitorio, la mano en la jamba de la puerta y él un poco rezagado aún, sin atreverse a entrar. Vio a mamá tumbada en la cama, boca arriba, con la cabeza vuelta hacia la puerta y mirándolo a él con los ojos muy abiertos. Y no le decía nada. Mamá se había manchado con mermelada de fresa, debía de haber roto el frasco entero en la pelea con el monstruo porque tenía la ropa llena de manchas rojas de mermelada de fresa.  Mamá debía estar tan cansada que se había quedado dormida con los ojos abiertos. Manu iba a correr hacia ella cuando lo vio. El monstruo seguía allí, en un rincón, encorvado y con la cabeza entre las manos y a Manu le pareció que estaba llorando, si es que los monstruos eran capaces de llorar. “¿Mamá?”. De nuevo Manu no podía moverse, ni podía gritar para asustar al monstruo y que se alejara de allí. Manu ni siquiera podía respirar. Tan solo podía sujetarse agarrado al marco de la puerta, los dedos agarrotados sobre él. Entonces el monstruo se dio cuenta de que Manu estaba allí y levantó la cabeza del hueco de las manos para mirarlo. Manu entreabrió los labios para nada, tampoco pudo pestañear y se había quedado definitivamente pegado a la pared. El monstruo comenzó a moverse hacia él, los brazos largos caídos y un brillo de metal en la mano derecha. Manu lo reconoció cuando su cara salió de la oscuridad; un calor húmedo empezó a extenderse por el pantalón del pijama y la orina empezó a gotearle sobre los pies desnudos.

Afuera se oía gritar: ¡Abran, abran, Policía!.