Manu sabía que, en ocasiones, no debía salir de su habitación. Se lo había dicho mamá. Mamá le había dicho que algunas noches papá no podía dormir en casa porque trabajaba fuera. Y le había dicho también que había un monstruo que siempre les acechaba y quería entrar en casa cuando papá no estaba y no podía protegerles. Por eso, aunque mamá decía que la habitación de los niños no debía tener pestillo, había puesto uno en la suya para que Manu pudiera encerrarse allí cuando sintiera al monstruo entrar por la puerta. La última vez mamá le había gritado que se fuera, que los dejara tranquilos en casa, pero el monstruo empezó a aporrear la puerta de entrada y Manu huyó hacia su cuarto, cerró la puerta tras de sí y se quedó apoyado en ella, sin moverse. Cuando sintió los gritos más cerca y gente corriendo por el pasillo, se empinó, pasó el pestillo y se fue al rincón más lejano, se sentó en el suelo y se abrazó las rodillas para que no le temblaran. También probó a taparse las orejas y a apretujar los ojos, y entonces vio estrellitas en la oscuridad y los gritos se alejaron hasta casi desaparecer.
Esta noche los dos habían esperado a papá para cenar, pero papá no había llegado. Mamá le había dicho que era muy probable que papá no pudiera darle un beso de buenas noches y se durmió sin llegar a escuchar el final del cuento que ella le estaba contando. Se despertó cuando el monstruo de su sueño, un gigante que tenía los ojos de fuego y unas manos enormes con uñas afiladísimas se acercaba a él para agarrarlo. El salto que dio para escapar casi le hizo caer de la cama. Entonces oyó los golpes y los gritos. Sin duda su padre no había regresado y mamá luchaba con el monstruo. Se metió bajo la cama y se tapó los oídos. Su barriga sobre el suelo se movía cuando los golpes eran más fuertes. El monstruo debía estar destrozando los muebles y mamá gritaba y el monstruo también. De pronto todo cesó, los gritos y los golpes, y Manu salió de su escondrijo y se acercó de puntillas hasta la puerta de su cuarto, pegó la oreja a la madera y escuchó atentamente. Esperó a que mamá viniera a buscarlo, como otras veces, pero mamá no vino. Manu iba a llamarla pero pensó que, quizás, el monstruo no se había marchado aún, y siguió mudo en su cuarto un poco más. Era imposible que mamá se hubiera ido sin él, mamá nunca haría eso. Manu empezó a llamarla, primero con un susurro, luego un poco más fuerte, pero mamá no apareció. Manu se atrevió a abrir la puerta y salió al pasillo, en la entrada de la cocina había trozos de platos rotos, su taza del desayuno y un tenedor y la consola de la entrada estaba volcada en el suelo y el espejo de la pared roto. Manu se quedó parado en medio del pasillo, sin atreverse a entrar a las habitaciones; seguramente mamá también se habría escondido y eso quería decir que el monstruo todavía estaría por allí. Con la mano siguiendo la pared fue dando pasitos cortos, las piernas se le habían vuelto de madera. “En su habitación. Mamá estará escondida en su habitación”. Manu llegó hasta la entrada del dormitorio, la mano en la jamba de la puerta y él un poco rezagado aún, sin atreverse a entrar. Vio a mamá tumbada en la cama, boca arriba, con la cabeza vuelta hacia la puerta y mirándolo a él con los ojos muy abiertos. Y no le decía nada. Mamá se había manchado con mermelada de fresa, debía de haber roto el frasco entero en la pelea con el monstruo porque tenía la ropa llena de manchas rojas de mermelada de fresa. Mamá debía estar tan cansada que se había quedado dormida con los ojos abiertos. Manu iba a correr hacia ella cuando lo vio. El monstruo seguía allí, en un rincón, encorvado y con la cabeza entre las manos y a Manu le pareció que estaba llorando, si es que los monstruos eran capaces de llorar. “¿Mamá?”. De nuevo Manu no podía moverse, ni podía gritar para asustar al monstruo y que se alejara de allí. Manu ni siquiera podía respirar. Tan solo podía sujetarse agarrado al marco de la puerta, los dedos agarrotados sobre él. Entonces el monstruo se dio cuenta de que Manu estaba allí y levantó la cabeza del hueco de las manos para mirarlo. Manu entreabrió los labios para nada, tampoco pudo pestañear y se había quedado definitivamente pegado a la pared. El monstruo comenzó a moverse hacia él, los brazos largos caídos y un brillo de metal en la mano derecha. Manu lo reconoció cuando su cara salió de la oscuridad; un calor húmedo empezó a extenderse por el pantalón del pijama y la orina empezó a gotearle sobre los pies desnudos.
Afuera se oía gritar: ¡Abran, abran, Policía!.