Sé ladrar. Quiero decir que sé ladrar como un perro grande, sin ese chillido que me sale cuando quiero quejarme. Ayer por la noche, Sofía estaba tumbada en una de las camitas donde yo había estado antes –creo que, en realidad, se la he quitado yo a ella, pero eso no importa-y, desde una cierta distancia, desde la puerta del salón por si tenía que salir corriendo, le lancé dos ladridos que hasta mamá se quedó impresionada. La verdad es que yo también me quedé pasmado al escucharme y, aunque lo intenté de nuevo, luego ya solo me salieron dos chillidos histéricos.
Las cosas con Sofía van de esa manera. Me bufa menos, esa es la verdad, yo creo que se va acostumbrando, pero me mira con desconfianza y, a veces, cuando se cruza conmigo en casa, se asombra de que todavía siga allí.
Ayer tuvimos un momento muy dulce porque mamá me subió al sofá –yo no alcanzo a subirme- y Sofía se colocó del otro lado de mamá. Y así estuvimos los tres, tranquilitos. Hacía un poco de calor, tan juntos, pero ninguno dijo nada y yo me quedé dormido hasta que llegó el momento de ir a acostarnos. Después le pedí a mamá que me subiera también a la cama, que es más alta que el sofá y mucho más alta que yo, pero me acarició la cabeza y me dejó en la alfombra, como las otras noches. Ella me dijo “no, que te caes” pero yo creo que también tenía miedo por si me hacía pis. Así que me he esforzado y ya soy todo un campeón, he hecho caca y pis en el parque y mamá me ha hecho muchos cariñitos y me ha dado un pedacito de colín.
Me sigo acordando de mis hermanos y me gustaría que mi mami Alba –mi mamá perra- y mi mami humana, supieran que estoy bien. Pero yo creo que sí lo saben, que las mamis saben esas cosas aunque no se les digan.