Diario de Pepín. Día 2

Yo creo que la cosa va bien. La primera noche, mamá me dejó dormir en la alfombra de su habitación y yo me puse lo más cerca que pude de ella. Dormí toda la noche de un tirón y ni siquiera me di cuenta de que la gata había dormido a su lado, en la cama. Yo creo que, si me porto bien, también podré dormir con ella, más adelante.

Como quiero hacerme mayor muy de prisa, aguanté toda la noche el pis pero, como tardamos en salir a dar un paseo, ya no pude más y me lo hice en el salón. Mamá se dio cuenta en seguida y lo recogió, y me dijo que “allí no”, pero ya no había remedio. Si yo lo sé, que a los humanos no les gusta que le mees el suelo, pero ya no podía más. Esta noche me he esforzado un poco más y he aguantado hasta llegar al parque. Mamá se ha puesto muy contenta, me ha dicho cosas lindas y me ha dado muchos cariños. A ver mañana.

La gata se llama Sofía. Lo sé porque, cuando está cerca de mí y me bufa, mamá le dice “Sofía, no”. Y se lo ha dicho muchas veces, pero no hemos llegado a mayores. Esta mañana, los dos nos asustamos, Sofía y yo, porque estábamos uno a cada lado de una esquina del pasillo y, al vernos de golpe, ella me bufó muy cerca y yo chillé como si me hubiera hecho algo. Pero fue el miedo, y ya no le tengo más miedo.

La vida del perrito de ciudad es muy atribulada. Todos los árboles huelen a pis y hay mucho que recorrer. Hay muchas hojas en el suelo y colillas, y algunas plumas. Yo quiero olerlo todo y cogerlo todo con la boca, pero mamá me dice “vaaamos” y me tira un poquito de la correa para que no me entretenga. Y luego, al llegar a casa, me limpia el morro y las patitas con una tela húmeda que huele muy bien. Yo creo que eso no es muy propio de perros, pero no pienso protestar, porque después, ella me da cariñitos otra vez.

Tú también puedes

Se levantó de la cama como si hubiera saltado al vacío, sin referencias del mundo real. Asentó los pies en la alfombra y apoyó las manos en el borde del colchón, esperando el momento de poder sentir, de poder recordar, de poder mirar con aquellos ojos que le ardían por el sueño. Poco a poco, las sombras fueron dibujando formas a su alrededor. Encendió la radio de la mesilla de noche y esperó de nuevo sin moverse. El gato se subió a la cama y rozó con su cabeza, una, dos y hasta tres veces, el antebrazo inmóvil. Luego se sentó a su lado, sobre el edredón, y los dos se miraron. La voz de la radio arengaba sobre la tragedia de los refugiados que llegaban a Grecia, y de los que morían ahogados antes de llegar. Pensó que si esa voz callaba la tragedia seguiría existiendo pero no removería conciencias. Conciencias. Eso era lo último que despertaba cada día. Si despertaba.

La ducha fue el último revulsivo que necesitaba. Dio de comer al gato y él también desayunó. La radio seguía sonando pero él  no la escuchaba. Pensaba en lo fácil que sería seguir sin levantar la cabeza, dejarse llevar. Decidió rebelarse. Decidió que tenía que vivir mirando de frente y a los lados, y leyendo entre líneas, y escuchando en estéreo. Decidió medir fuerzas ante la dificultad y continuar paso a paso, peldaño a peldaño hacia su propia conciencia.

 

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