Cosas que pasan

Dijo que se llamaba Laura.

Pero eso lo dijo después, cuando ya le había hecho las preguntas importantes.

Yo había bajado a los aseos de la estación, y, en la puerta, un guardia de seguridad me dijo que me fuera al baño que había en el otro extremo. Me cortó el paso mientras volvía la cara hacia una chica joven, muy joven y muy pálida, que estaba tumbada en el suelo. Me fijé sin darme cuenta en eso, en que era joven y estaba pálida, y se protegía la tripa con la mano izquierda, en la que llevaba también el móvil. Se quejaba lastimosamente, se balanceaba un poco hacia los lados y no estiraba las piernas.

Obedecí por inercia, y porque, a menudo, se me olvida que soy médico y lo que los demás esperan de un médico. Y porque asumí que el guardia era la autoridad y tenía todo controlado. Pero volví a los pocos minutos. Ya habían puesto una barrera para evitar que la gente siguiera bajando hasta allí y, en lugar de un segurata, había tres, hablando entre ellos. Volví porque pensé que quizás la chica necesitaba ayuda. Pensé en la hija que no tengo, en el hijo que tuvo un ataque de apendicitis en el extranjero, en el sobrino que tuvo una salmonelosis solo y lejos de casa, pero, sobre todo, pensé en el trato frío y distante, profesional pero absolutamente falto de empatía que había demostrado el segurata. Porque no estaba agachado junto a ella, tratando de tranquilizarla; estaba de pie, tapando la puerta, asegurándose de que nada se le descontrolara mientras la chica gañía como un perro maltratado.

En cuanto traspasé la barrera, los guardias dejaron de hablar y me echaron el alto. El baño estaba cerrado, dijeron. Y yo respondí con calma que ya lo sabía, pero es que yo era médico (lo dije como disculpándome por el atrevimiento) y creía que podía ayudar. Uno de ellos, el más alto y el más rubio, y también el más imbécil, me preguntó si llevaba algún tipo de acreditación encima y a mí me pareció que el tono era un poquito desafiante. Por eso me estiré un poco para decirle “¡pues claro!” de la misma manera en que podría haberle preguntado si era idiota. No hizo falta sacar el carnet porque el compañero, con más sentido común, me pidió que pasara y se acercó conmigo.

Laura, todavía sin nombre, seguía en el suelo, la piel como el mármol, quejándose y respirando apresuradamente, con la respiración superficial que intenta no mover el abdomen. A su lado, agachada, ahora sí, estaba una mujer, también guardia de seguridad. Casi sin darme cuenta, como un autómata, las preguntas comenzaron a fluir, desde cuándo, cómo, dónde te duele, se te pasa en algún momento, has ido al baño, tienes la regla, estás embarazada… las preguntas típicas para hacerme un mapa de probabilidades, y mis manos cálidas retiraron una mano gélida y temblorosa y empezaron a palpar. El guardia que había permitido mi entrada, se alejó, respetuoso, mientras la guardia siguió agachada junto a la chica.

Después de la primera evaluación ya sí, le retiré de la frente el cabello mojado por el sudor, le cogí la mano para que sintiera que no estaba sola y le pregunté cómo se llamaba. Alguien dijo que el SAMUR estaba a punto de llegar, y, mientras tanto, la llamé por su nombre y le pedí que estuviera tranquila.

Efectivamente, los del SAMUR llegaron en seguida. Me aparté un poco para dejarles sitio y paciente;  es cuestión de escalafón. Tres personas de golpe es una multitud, y los maletines ocupan muchísimo, aunque ellos no llevaban maletines, ni silla para traslado, ni camilla de cuchara, ni nada… Llegaron con sus chalecos reflectantes y los ojos de mirar, que lo mismo no es nada.

El técnico se agachó inmediatamente y empezó a hablar con ella. El médico se quedó de pie, mirando desde arriba y mirándome a mí un poco inquisitoriamente y yo me sentí en la obligación de justificar de nuevo por qué estaba allí. “¿y, qué?”, preguntó el del SAMUR como si me pidiera cuentas. Lo puse al día inmediatamente, le dije qué le pasaba y desde cuándo, cómo era el dolor y la falta de otros síntomas, la taquicardia y la vaga resistencia que había encontrado al palpar y dónde la había encontrado, la ausencia de embarazo y de regla… Él puso cara de estar de vuelta de muchas cosas, y, sin cambiar de postura, pero levantando levemente las cejas, dijo algo de la regla. Me pareció que solo le faltó añadir “claro, cosas de mujeres…” Y yo deseé que le doliera a él, que ojalá le diera un retortijón que lo doblara por la mitad para que se le bajaran esas cejas presuntuosas.

Me enojó tanta displicencia, la del médico del SAMUR y, antes, la del segurata, tanta falta de empatía, tan poca sangre en las venas.  Me enfadé, pero solo dije que no, que parecía un ataque de apendicitis o un quiste de ovario. Me volví hacia Laura, inmóvil y dolorida, y volví a llamarla por su nombre para decirle que me marchaba. Quería que sintiera que ella era alguien importante para alguno de los que estábamos allí, al menos, para mí.

Al pasar de nuevo la barrera que impedía el acceso a los baños, había un corrillo de seguratas y policías. El rubio y alto interesado en acreditaciones le decía a otro “se ha quedado una señora que es médico con ella. Menos mal”, y  me miró al pasar y otros saludaron también. Yo pensé que el que es imbécil no se conforma con demostrarlo una vez, e insiste e insiste… y me limité a sonreír con la más irónica de las sonrisas irónicas de mi catálogo personal.

Carnaval

Se puso la bata blanca sobre el pijama azul –no le gustaban los verdes; siempre le parecieron de quirófano-. Se calzó unos zuecos con la desconfianza de si, al final, se le mojarían los pies, y se puso al cuello el fonendo. No, en el cuello, no; parecía un sponsor  de una clínica de estética. Enrolló las gomas en una vuelta amplia y se lo metió en el bolsillo derecho de la bata, así tampoco se le caería al agacharse. Ya iba a salir cuando se acordó de los bolígrafos. Cogió uno negro, dos azules, uno rojo y dos rotuladores fluorescentes y los colocó como pudo en el bolsillo del pijama.

Se echó a la calle, entre gente que vociferaba y se abrazaba con gestos excesivos; entre payasos, dráculas, esqueletos, curas y monjas pintarrajeadas como putas, cupletistas y extraterrestres. Era sábado de carnaval y, desde hacía más de veinte años, él cambiaba las guardias para librar esa noche; para poder salir a la calle con la ropa de trabajo teniendo la certeza absoluta de que nadie iba a pedirle que se acercara al borracho que acababa de reventarse la cabeza contra el asfalto. Una vez más se sintió como un chiquillo que hace novillos en el colegio.

Cuento para niños que tienen miedo a los médicos

Alberto y Jesús son mellizos. Alberto es un cuarto de hora mayor que su hermano y siempre va por delante: él empieza a toser y al día siguiente tose también Jesús; a él le duelen los oídos y a Jesús le duelen también al día siguiente. Este fin de semana han venido todos al campo para disfrutar del sol y del aire puro y Alberto ha amanecido con la cara colorada por la fiebre y no quiere desayunar. Jesús, en cambio, desayuna como un león y corretea sobre la hierba que rodea la casa rural donde se han alojado.

Papá le da a Alberto ese medicamento que sabe tan bien, menos mal que nunca salen de viaje sin él, y deciden tomarse la mañana con calma mientras esperan a que Alberto mejore y Jesús empiece a estar malo. Por la tarde, Alberto sigue sin comer, le ha vuelto a subir la fiebre y mamá dice que le huele fatal el aliento. Alberto solo quiere estar tumbado abrazando a Kika, su gallina de peluche, y papá y mamá deciden que hay que hacer algo: el campo no es Madrid pero en algún sitio habrá un médico que pueda ver al niño.

Entran los cinco en la consulta del Servicio de Urgencias, Alberto en brazos de mamá, Jesús en brazos de papá y Kika en brazos de Alberto. ¡Qué sorpresa! La enfermera que ha salido a buscarlos lleva un traje de color morado y una muñequita vestida de enfermera prendida en el bolsillo y la doctora que les espera dentro lleva un traje con dibujos donde se puede ver a un niño con un brazo vendado, tiritas, jeringuillas y un doctor calvo que sonríe. Alberto y Jesús las miran sin pestañear, no se parecen en nada al doctor de Madrid y a su enfermera. El doctor de Madrid lleva bata blanca, y tiene cara de enfadado y las manos siempre frías, y la enfermera les sujeta con fuerza y les tapa la nariz para que abran la boca.

La doctora se acerca a Alberto, le pasa la mano por el pelo y le pregunta si está malito y si la gallina está malita también, y la enfermera le pregunta cómo se llama la gallina, pero Alberto se calla y la abraza con más fuerza y es su madre la que dice que se llama Kika. Jesús sigue en brazos de su padre, pero ha dejado de esconder la cabeza en su hombro y se empina hacia adelante para ver qué pasa con su hermano. Alberto está tumbado en la camilla, y mamá se ha sentado a su lado. La doctora le ha regalado un palito de los de mirar la garganta y le ha dicho que abra mucho la boca para ver si tiene anginas y, para que no se asuste con la luz que va a usar, se la ha colocado antes en un dedo y el dedo se ha iluminado como el piloto de su cuarto cuando apagan la luz. Alberto y Jesús miran con curiosidad el dedo rojizo y casi transparente y sonríen, aunque Alberto sonríe menos porque otra vez le ha subido la fiebre.

-Si abres mucho la boca y dices “¡Ah!” muy fuerte, a lo mejor no necesitamos palo, ¿vale? Y Alberto abre la boca todo lo que puede y dice “¡ah, ah, ah…!» durante muchísimo rato, hasta que la doctora le dice que se ha portado muy bien y que tiene anginas.

Luego ya los mayores hablan de cosas de mayores, como cuánto hay que darle de no sé qué y tres veces al día y no sé cuántos días. La enfermera le dice que con la fiebre va a crecer mucho, pero él no está seguro de querer crecer así, a golpes de ponerse malo, y también le pregunta cómo se llama su hermano, pero es papá el que le dice que se llama Jesús.

-Bueno, Alberto, como te has portado muy bien, voy a hacerte un regalo -la doctora abre un cajón de la mesa de la consulta y saca una hoja blanca con un dibujo de líneas, como los que tienen en el cole para colorear- y para ti también, Jesús, por si acaso mañana te pones malo tú también.

Los niños alcanzan a coger las láminas y las miran con atención y, ya en la puerta, sin que papá y mamá les digan nada, se vuelven sonriendo y les dicen adiós con la mano. Primero Alberto y luego Jesús.

Depresión

El hombre apenas levantaba la vista de la mesa mientras empezaba a explicar, cabizbajo y dubitativo, el motivo de la consulta. El médico, acostumbrado a valorar a primera vista antes de poner la mano encima  a todo el que entraba por la puerta no tuvo ninguna duda, aquel paciente tenía una depresión y lo estaba pasando mal. Cuando el hombre le informó de que iba a la consulta porque le había picado un mosquito en la pierna, el médico lo justificó pensando que, sin duda, su depresión deformaba el sentido de enfermo y enfermedad y, pasando del sarpullido le espetó:

-¿Tiene usted algún tratamiento psiquiátrico? El hombre reaccionó con un ataque de pánico, abrió los ojos como platos, se le paralizaron las manos y levantó la voz para decir: “Nooo, no, ¿cómo dice usted eso?”.

El médico no estaba dispuesto a retroceder y afinó un poco más.

-¿No tiene un tratamiento antidepresivo?

El hombre se revolvió en la silla sin entender nada.

-No, no, claro que no, yo no estoy deprimido, a mí me ha picado un mosquito… ¿me ve usted deprimido? A lo mejor tenía que ir… Bueno, es verdad que en mi casa me dicen que soy un cascarrabias…

El médico se animó.

-¿Y lo es usted? ¿Es usted cascarrabias?

-Pues, sí, sí, sí que lo soy, la verdad. Bueno, y, ahora que usted lo dice, la verdad es que siempre veo todo  negro, la botella medio vacía, ya sabe…

-¡Vamos –terció el médico para aligerar un poco- que no está usted deprimido, que usted es así de siempre!

El hombre recapacitó y, por primera vez, un brillo tenue, pero brillo al fin y al cabo, le iluminó la mirada.

-Pues, quizás, sí, porque, ¿sabe usted? –dijo-, en el colegio todos me llamaba Calimero…

La risotada que soltó el médico le arrastró y se rió también, con menos fuerza que él, sí, pero alejándose un poquito del pollito Calimero.

Todo sobre mi madre

A Miguel

He de reconocer que mi infancia fue diferente; ni mejor ni peor que la de los demás, pero diferente, sí. Y es que, si tenía fiebre, mi madre, como todas las madres, también me besaba en la frente como si tuviera un termómetro en los labios, pero a mí no me duraba nada la calentura y, si acababa vomitando después de un berrinche, mi madre no se creía que algo me hubiera sentado mal y encima me reñía por el estropicio y, si me dolía la barriga porque no  quería ir al cole y me dolía tan fuerte o más que a los otros niños que, por lo mismo, se quedaban en casa, pues, nada, un par de achuchones en la tripa y una cara tan seria que me encaminaba al colegio sin decir ni pio.

Pero, por otro lado, mi madre también me evitó el trato, y yo se lo agradezco, con señores ceñudos que te meten palos en la boca cuando te duele la garganta y se asoman con una luz como si desde allí te estuvieran mirando la conciencia -esos que primero te dicen  “vamos, bonito, que no te voy a hacer daño” y al momento te están sacando el estómago por la boca-, y evitó que mujeres de voz chillona vestidas de blanco me plantaran un picotazo en el culo después de mojármelo con un algodón empapado en alcohol helado. Y muchas cosas más porque, mi madre, además de madre, es médico y yo diría que se ha especializado en mí.

Nasir

Nasir tiene algo más de cuatro años, pero aparenta casi seis, de alto que está. Nasir es todo ojos, el pelo recio y oscuro bordeando un rostro afilado y pálido de niño mayor. Entra en la consulta de la mano de la madre, un poco rezagado, y se apoya con las dos manitas en el borde de la mesa cuando ella se sienta para explicarme lo que le pasa. Nasir me mira desde sus dos ventanales negros y no dice nada, ni siquiera cambia de expresión cuando yo le pregunto, mira a la madre pidiéndole en silencio que responda por él y yo bromeo preguntándole si se le han llevado la lengua cuando lo operaron de anginas, hace unos días. No, Nasir no me responde pero me mira embelesado, diciéndome sin voz que tiene lengua, que puede hablar, pero que no piensa hacerlo. Me dirijo a él como si no estuviera la madre, le pregunto y espero que me responda para que se dé cuenta de que él es importante para mí, le indico que se siente en la camilla -la madre le ayuda aunque él colabora- y le hablo para que pierda el miedo, aunque no parece que tenga miedo. Siento sus ojos tras de mí mientras me muevo y abre la boca antes de que se lo pida, adivinándome. Todo está bien, la madre se tranquiliza y Nasir sigue mirándome con curiosidad y en silencio, sin hacer amago de bajarse de la camilla, de modo que bromeo sobre los helados que debe haber comido desde que lo operaron –ningún niño se resiste a la influencia de un helado, aunque solo sea imaginándolo-, le acaricio el pelo recortado y duro con la palma de la mano y le animo a bajarse para irse. La madre le insiste en que dé las gracias, pero Nasir no habla, lo sacude un poco por el brazo insistiendo y le apremia: “Pues dile adiós, que ha sido muy amable contigo… Dile adiós, Nasir”. Nasir me mira con un brillo en la mirada que habla por él, y, ya en el pasillo, de la mano de su madre, se vuelve y me dice en voz alta: “¡Adios, guapa!”. Y la risa de su madre se funde con la mía.

Sala de espera

Como las gallinas se arremolinan cacareando para picoterar el maiz, así la recibieron cuando entró en la sala. Si no fuera por el cotorreo, pensó, esto parecería un velatorio, todas las sillas ordenaditas contra las paredes, y todas llenas de parroquianos pendientes de todo el que entra por la puerta.

Ella abrió el despacho con la llave, aplicándose en la tarea para evitar así a los oportunistas que, cada día y siempre distintos, la abordaban al llegar. Se supo dispuesta a la pelea, porque mucho había de pelea en el día a día, y, mientras el ordenador hacía lo propio, se dio cuenta de que el tumulto de afuera iba a necesitar de una estrategia diferente. Se armó de valor, abrió la puerta bruscamente y, con un poquito, sólo un poquito de mala leche, dijo alto y claro: «¡Como se supone que están ustedes enfermos, no tendrán muchas ganas de hablar!». Todavía hubo alguno que se resistió, a pesar de la sorpresa de la mayoría, pero ella no se esperó a verlo, se dio la vuelta y entró de nuevo en la consulta. Llamó al primer paciente y, mentalmente, se apuntó una victoria, momentánea, pero victoria al fin y al cabo.