En el lugar de otro

He conocido a una mujer. Nunca pensé que un día estaría escribiendo esto, Isabel. Incluso yo me he sorprendido al darme cuenta de que tengo ojos para alguien que no eres tú, quizás ya ha pasado suficiente tiempo para ser yo de nuevo; yo mismo, sin tu circunstancia.

¡Qué triste destino el de aquel que viene a ocupar el puesto que otro ha dejado, el hijo que nace cuando otro hijo ha muerto y nunca deja de ser el otro para los que lloraron su muerte, la mujer que llega a un corazón destrozado por la huella que otra mujer dejó en él y ha de luchar, sin saberlo, con la desconfianza y con el dolor que todo lo asola, el amigo que empieza a serlo y te ofrece una mano tendida cuando tienes el recuerdo de un amigo traidor…! ¡Qué injusta es la vida con los que llegan a la tuya después de una batalla!

Ella no sabe nada aún de mí porque no sabe nada de ti, ni de mi amor incondicional, ni de mi dolor inconmensurable. Ella no sabe que llega a ocupar el lugar de otra, las ruinas que otra dejó para ella. Ella no sabe de su triste destino ni de la baza injusta que la vida iba a jugarle conmigo. Ella es inocente en mi vida y yo no me siento culpable en la suya. Probablemente esa sea ya la única vida que se nos permitirá vivir.

(De las memorias de Ismael Blanco)

Sala de espera

Como las gallinas se arremolinan cacareando para picoterar el maiz, así la recibieron cuando entró en la sala. Si no fuera por el cotorreo, pensó, esto parecería un velatorio, todas las sillas ordenaditas contra las paredes, y todas llenas de parroquianos pendientes de todo el que entra por la puerta.

Ella abrió el despacho con la llave, aplicándose en la tarea para evitar así a los oportunistas que, cada día y siempre distintos, la abordaban al llegar. Se supo dispuesta a la pelea, porque mucho había de pelea en el día a día, y, mientras el ordenador hacía lo propio, se dio cuenta de que el tumulto de afuera iba a necesitar de una estrategia diferente. Se armó de valor, abrió la puerta bruscamente y, con un poquito, sólo un poquito de mala leche, dijo alto y claro: «¡Como se supone que están ustedes enfermos, no tendrán muchas ganas de hablar!». Todavía hubo alguno que se resistió, a pesar de la sorpresa de la mayoría, pero ella no se esperó a verlo, se dio la vuelta y entró de nuevo en la consulta. Llamó al primer paciente y, mentalmente, se apuntó una victoria, momentánea, pero victoria al fin y al cabo.