Depresión

El hombre apenas levantaba la vista de la mesa mientras empezaba a explicar, cabizbajo y dubitativo, el motivo de la consulta. El médico, acostumbrado a valorar a primera vista antes de poner la mano encima  a todo el que entraba por la puerta no tuvo ninguna duda, aquel paciente tenía una depresión y lo estaba pasando mal. Cuando el hombre le informó de que iba a la consulta porque le había picado un mosquito en la pierna, el médico lo justificó pensando que, sin duda, su depresión deformaba el sentido de enfermo y enfermedad y, pasando del sarpullido le espetó:

-¿Tiene usted algún tratamiento psiquiátrico? El hombre reaccionó con un ataque de pánico, abrió los ojos como platos, se le paralizaron las manos y levantó la voz para decir: “Nooo, no, ¿cómo dice usted eso?”.

El médico no estaba dispuesto a retroceder y afinó un poco más.

-¿No tiene un tratamiento antidepresivo?

El hombre se revolvió en la silla sin entender nada.

-No, no, claro que no, yo no estoy deprimido, a mí me ha picado un mosquito… ¿me ve usted deprimido? A lo mejor tenía que ir… Bueno, es verdad que en mi casa me dicen que soy un cascarrabias…

El médico se animó.

-¿Y lo es usted? ¿Es usted cascarrabias?

-Pues, sí, sí, sí que lo soy, la verdad. Bueno, y, ahora que usted lo dice, la verdad es que siempre veo todo  negro, la botella medio vacía, ya sabe…

-¡Vamos –terció el médico para aligerar un poco- que no está usted deprimido, que usted es así de siempre!

El hombre recapacitó y, por primera vez, un brillo tenue, pero brillo al fin y al cabo, le iluminó la mirada.

-Pues, quizás, sí, porque, ¿sabe usted? –dijo-, en el colegio todos me llamaba Calimero…

La risotada que soltó el médico le arrastró y se rió también, con menos fuerza que él, sí, pero alejándose un poquito del pollito Calimero.

De fatigas

Cuando llevaba algún tiempo agobiado, la fatiga se apoderaba por completo de él, caminaba como movido por un resorte, eficaz pero rígido y poco armónico, y su voz se tornaba monocorde. No discutía por economizar fuerzas, pero tampoco se entusiasmaba con nada; él solía decir que se quedaba como en estado latente, esperando que la vida regresara de nuevo.

Decidió hacer un alto en el camino y comerse el bocadillo que había comprado a media mañana. Se sentó en el respaldo de un banco de madera -los pies en el asiento-, sacó el paquetito de la mochila y empezó a desenvolverlo con cuidado. En el papel, una gran boca sonriente de color azul estaba rodeada de un texto: «Usted compra comida pero le regalamos una sonrisa».

Lo leyó dos veces más antes de que las comisuras de su boca se parecieran algo a aquel dibujo azul; comió despacio mientras observaba unos gorriones bañándose en el goteo constante de un grifo, en medio de la plazuela. Picoteaban salpicando en un charquito, sobre la piedra, y se esponjaban aleteando bajo aquella ducha improvisada.

Al poco, él dejó de sentir el tacto áspero de la ropa sobre su piel, incluso le pareció que el goteo del grifo le resbalaba por la espalda, como a los gorriones, arrastrando un poco de aquella fatiga. Dio un último bocado y decidió seguir; al bajarse del banco los pájaros revolotearon nerviosos y en seguida volvieron a su juego. Se acercó a la papelera pero en el último momento cambió de idea, alisó el papel como pudo, lo dobló cuidadosamente y se lo metió en el bolsillo.