Cuento para niños que tienen miedo a los médicos

Alberto y Jesús son mellizos. Alberto es un cuarto de hora mayor que su hermano y siempre va por delante: él empieza a toser y al día siguiente tose también Jesús; a él le duelen los oídos y a Jesús le duelen también al día siguiente. Este fin de semana han venido todos al campo para disfrutar del sol y del aire puro y Alberto ha amanecido con la cara colorada por la fiebre y no quiere desayunar. Jesús, en cambio, desayuna como un león y corretea sobre la hierba que rodea la casa rural donde se han alojado.

Papá le da a Alberto ese medicamento que sabe tan bien, menos mal que nunca salen de viaje sin él, y deciden tomarse la mañana con calma mientras esperan a que Alberto mejore y Jesús empiece a estar malo. Por la tarde, Alberto sigue sin comer, le ha vuelto a subir la fiebre y mamá dice que le huele fatal el aliento. Alberto solo quiere estar tumbado abrazando a Kika, su gallina de peluche, y papá y mamá deciden que hay que hacer algo: el campo no es Madrid pero en algún sitio habrá un médico que pueda ver al niño.

Entran los cinco en la consulta del Servicio de Urgencias, Alberto en brazos de mamá, Jesús en brazos de papá y Kika en brazos de Alberto. ¡Qué sorpresa! La enfermera que ha salido a buscarlos lleva un traje de color morado y una muñequita vestida de enfermera prendida en el bolsillo y la doctora que les espera dentro lleva un traje con dibujos donde se puede ver a un niño con un brazo vendado, tiritas, jeringuillas y un doctor calvo que sonríe. Alberto y Jesús las miran sin pestañear, no se parecen en nada al doctor de Madrid y a su enfermera. El doctor de Madrid lleva bata blanca, y tiene cara de enfadado y las manos siempre frías, y la enfermera les sujeta con fuerza y les tapa la nariz para que abran la boca.

La doctora se acerca a Alberto, le pasa la mano por el pelo y le pregunta si está malito y si la gallina está malita también, y la enfermera le pregunta cómo se llama la gallina, pero Alberto se calla y la abraza con más fuerza y es su madre la que dice que se llama Kika. Jesús sigue en brazos de su padre, pero ha dejado de esconder la cabeza en su hombro y se empina hacia adelante para ver qué pasa con su hermano. Alberto está tumbado en la camilla, y mamá se ha sentado a su lado. La doctora le ha regalado un palito de los de mirar la garganta y le ha dicho que abra mucho la boca para ver si tiene anginas y, para que no se asuste con la luz que va a usar, se la ha colocado antes en un dedo y el dedo se ha iluminado como el piloto de su cuarto cuando apagan la luz. Alberto y Jesús miran con curiosidad el dedo rojizo y casi transparente y sonríen, aunque Alberto sonríe menos porque otra vez le ha subido la fiebre.

-Si abres mucho la boca y dices “¡Ah!” muy fuerte, a lo mejor no necesitamos palo, ¿vale? Y Alberto abre la boca todo lo que puede y dice “¡ah, ah, ah…!» durante muchísimo rato, hasta que la doctora le dice que se ha portado muy bien y que tiene anginas.

Luego ya los mayores hablan de cosas de mayores, como cuánto hay que darle de no sé qué y tres veces al día y no sé cuántos días. La enfermera le dice que con la fiebre va a crecer mucho, pero él no está seguro de querer crecer así, a golpes de ponerse malo, y también le pregunta cómo se llama su hermano, pero es papá el que le dice que se llama Jesús.

-Bueno, Alberto, como te has portado muy bien, voy a hacerte un regalo -la doctora abre un cajón de la mesa de la consulta y saca una hoja blanca con un dibujo de líneas, como los que tienen en el cole para colorear- y para ti también, Jesús, por si acaso mañana te pones malo tú también.

Los niños alcanzan a coger las láminas y las miran con atención y, ya en la puerta, sin que papá y mamá les digan nada, se vuelven sonriendo y les dicen adiós con la mano. Primero Alberto y luego Jesús.

Todo sobre mi madre

A Miguel

He de reconocer que mi infancia fue diferente; ni mejor ni peor que la de los demás, pero diferente, sí. Y es que, si tenía fiebre, mi madre, como todas las madres, también me besaba en la frente como si tuviera un termómetro en los labios, pero a mí no me duraba nada la calentura y, si acababa vomitando después de un berrinche, mi madre no se creía que algo me hubiera sentado mal y encima me reñía por el estropicio y, si me dolía la barriga porque no  quería ir al cole y me dolía tan fuerte o más que a los otros niños que, por lo mismo, se quedaban en casa, pues, nada, un par de achuchones en la tripa y una cara tan seria que me encaminaba al colegio sin decir ni pio.

Pero, por otro lado, mi madre también me evitó el trato, y yo se lo agradezco, con señores ceñudos que te meten palos en la boca cuando te duele la garganta y se asoman con una luz como si desde allí te estuvieran mirando la conciencia -esos que primero te dicen  “vamos, bonito, que no te voy a hacer daño” y al momento te están sacando el estómago por la boca-, y evitó que mujeres de voz chillona vestidas de blanco me plantaran un picotazo en el culo después de mojármelo con un algodón empapado en alcohol helado. Y muchas cosas más porque, mi madre, además de madre, es médico y yo diría que se ha especializado en mí.

Nasir

Nasir tiene algo más de cuatro años, pero aparenta casi seis, de alto que está. Nasir es todo ojos, el pelo recio y oscuro bordeando un rostro afilado y pálido de niño mayor. Entra en la consulta de la mano de la madre, un poco rezagado, y se apoya con las dos manitas en el borde de la mesa cuando ella se sienta para explicarme lo que le pasa. Nasir me mira desde sus dos ventanales negros y no dice nada, ni siquiera cambia de expresión cuando yo le pregunto, mira a la madre pidiéndole en silencio que responda por él y yo bromeo preguntándole si se le han llevado la lengua cuando lo operaron de anginas, hace unos días. No, Nasir no me responde pero me mira embelesado, diciéndome sin voz que tiene lengua, que puede hablar, pero que no piensa hacerlo. Me dirijo a él como si no estuviera la madre, le pregunto y espero que me responda para que se dé cuenta de que él es importante para mí, le indico que se siente en la camilla -la madre le ayuda aunque él colabora- y le hablo para que pierda el miedo, aunque no parece que tenga miedo. Siento sus ojos tras de mí mientras me muevo y abre la boca antes de que se lo pida, adivinándome. Todo está bien, la madre se tranquiliza y Nasir sigue mirándome con curiosidad y en silencio, sin hacer amago de bajarse de la camilla, de modo que bromeo sobre los helados que debe haber comido desde que lo operaron –ningún niño se resiste a la influencia de un helado, aunque solo sea imaginándolo-, le acaricio el pelo recortado y duro con la palma de la mano y le animo a bajarse para irse. La madre le insiste en que dé las gracias, pero Nasir no habla, lo sacude un poco por el brazo insistiendo y le apremia: “Pues dile adiós, que ha sido muy amable contigo… Dile adiós, Nasir”. Nasir me mira con un brillo en la mirada que habla por él, y, ya en el pasillo, de la mano de su madre, se vuelve y me dice en voz alta: “¡Adios, guapa!”. Y la risa de su madre se funde con la mía.