No es que no me gusten los días de fiesta; total, yo no me canso mucho en la oficina los días normales, mamá es la que anda más ajetreada y yo, hay días que me paso la mañana dormido, y otros, entre teléfono y visitas me hago el dormido en mi rincón, pero me quedo escuchando, por si mamá necesitara ayuda. A veces llegan a la oficina personas que dicen que tienen perro en casa y se les nota porque me acarician a mí con mucho cariño. Yo me dejo, claro, que a ningún perro le sobra una caricia. Y luego llega el cartero también, todos los días, y me dice cosas cariñosas, porque yo salgo a saludarlo.
Pero lo malo de los días de fiesta es que no veo al chico de la gorra ni al señor que viene por las tardes y me llama perrete. Cuando es domingo, o fiesta, mamá y yo salimos a la calle más tiempo del normal, que para eso se nota que no tiene que trabajar y todo es fenomenal por la mañana, que nosotros madrugamos y podemos andar por donde queramos sin que nadie nos estorbe. El problema es que, por las tardes, las aceras se llenan de pies y las calles de coches y ni un perro tan chico como yo tiene espacio para caminar sin tropezarse. Mamá lo pasa mal y yo, ya no digamos, porque es que no se puede dar un paso a gusto. A mamá tampoco le gusta ver tanta gente en la calle, tener que ir esquivando a unos y otros para poder seguir, así que procuramos irnos a los barrios, que están vacíos, y así puedo olisquear a gusto.
Yo no sé qué pasa ahora, pero me parece mucho tiempo para un fin de semana, ya me he hecho un poco de lío. Y no debe faltarme razón porque llevo días sin ver al chico de la gorra y esta mañana mamá y yo hemos ido a su casa, para ver si Mía estaba bien. Mía no es como Sofía, es gris y blanca y tiene los ojos azules que, cuando te mira, parece que te va a hipnotizar. Por eso yo no dejo que me mire fijamente y me lanzo sobre ella para jugar, pero ella sale corriendo y se esconde para mirarme desde debajo de la mesa; entonces yo ya no la veo y así no puede hipnotizarme. Otra cosa mala de este fin de semana tan raro es que, cuando hemos ido a casa del chico de la gorra, yo quería subir por las escaleras, claro, pero mamá dice que son muchas y luego también las nuestras, y hemos subido en el ascensor. Menos mal que a mamá le dio pena ver cómo tiraba para atrás y me cogió en brazos, que bien que me apretaba yo contra ella. No sé quién demonios ha inventado esos cajones que se mueven. Está claro que yo necesito espacio, en casa o en la calle. Menos cuando me acuesto con mamá, que me pego a ella y me sobra todo el sitio.