Cuando llevaba algún tiempo agobiado, la fatiga se apoderaba por completo de él, caminaba como movido por un resorte, eficaz pero rígido y poco armónico, y su voz se tornaba monocorde. No discutía por economizar fuerzas, pero tampoco se entusiasmaba con nada; él solía decir que se quedaba como en estado latente, esperando que la vida regresara de nuevo.
Decidió hacer un alto en el camino y comerse el bocadillo que había comprado a media mañana. Se sentó en el respaldo de un banco de madera -los pies en el asiento-, sacó el paquetito de la mochila y empezó a desenvolverlo con cuidado. En el papel, una gran boca sonriente de color azul estaba rodeada de un texto: «Usted compra comida pero le regalamos una sonrisa».
Lo leyó dos veces más antes de que las comisuras de su boca se parecieran algo a aquel dibujo azul; comió despacio mientras observaba unos gorriones bañándose en el goteo constante de un grifo, en medio de la plazuela. Picoteaban salpicando en un charquito, sobre la piedra, y se esponjaban aleteando bajo aquella ducha improvisada.
Al poco, él dejó de sentir el tacto áspero de la ropa sobre su piel, incluso le pareció que el goteo del grifo le resbalaba por la espalda, como a los gorriones, arrastrando un poco de aquella fatiga. Dio un último bocado y decidió seguir; al bajarse del banco los pájaros revolotearon nerviosos y en seguida volvieron a su juego. Se acercó a la papelera pero en el último momento cambió de idea, alisó el papel como pudo, lo dobló cuidadosamente y se lo metió en el bolsillo.