Versos

Tengo el corazón lleno de versos,

atropellan mi sangre

en los circuitos de mi cuerpo,

y van llenando de poesía

mis ojos, mi cerebro, mi piel,

hasta, diría yo,

que también esos órganos,

anodinos cada día,

que, de pronto,

en una fecha aciaga,

se hacen notar, y entonces,

te mueres de eso,

de un fallo en una parte de tu cuerpo,

desconocida.

Y, entonces,

desbordan de tu corazón

los versos

que no escribiste

y se derrama, también,

por  la muerte, tu poesía.

El genio

Érase una vez que se era un genio que vivía fuera de una botella.

Tanto tiempo llevaba moviéndose entre la gente normal, que ya no recordaba con su memoria de genio el color del cristal que un día lo envolvió, ni de dónde había venido, ni quién había retirado el tapón para dejarlo libre, libre y prisionero a la vez en un mundo que unas veces le resultaba encantador y otras huraño… Y así, mientras el mundo seguía su camino, él dibujaba el suyo –“ya que estoy aquí…”, se dijo en una ocasión en que decidió pensar sobre ello-, y lo observaba  todo y a todos con sus ojos de genio que, a la sazón, miraban como todos pero veían un poco diferente. Quizás fuera por ese color verde entreverado de marrón, que se hacía más verde y más brillante cuando sus ojos  sonreían –porque los genios sonríen con los ojos como lo hacen los niños, inocentes y sorprendidos- o por el color tostado claro que se oscurecía cuando algo le turbaba, pero lo cierto es que el genio sorprendía a diestro y siniestro siendo capaz de mirar aquí pero ver más allá, y el personal al uso se quedaba boquiabierto durante unos segundos y sacudía la cabeza después para quitarse el aturdimiento de encima, como hacen los perros para sacudirse las moscas, espurriando todo alrededor.

El caso es que el genio no estaba muy seguro del poder de sus poderes; a veces incluso dudaba de que éstos existieran, después de tanto tiempo desalojado y errante; por esa razón  vivía de tapadillo, hasta que se topaba con una piedra en el camino o en el arroyo y agarraba el rotulador que siempre llevaba encima para disimular su extraordinario carácter y, como por arte de magia o de genio, sacaba de la piedra lo que ésta escondía a los ojos bisojos de los demás y que, sin embargo, era claro y  nítido para él. Y así, poco a poco, fue llenando el mundo de seres fantásticos y maravillosos, fue llenando de vida lo que parecía muerto y fue iluminando la penumbra con la luz de su mirada de genio.

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A veces lo hago…

A veces lo hago; perderme –literalmente, perderme-,  entre la gente de la ciudad. Salgo sin rumbo fijo, sin nada en particular de qué ocuparme, y camino por las calles del casco antiguo, o, por el contrario, me dirijo a las calles más comerciales, llenas de gente dispar que conversa y carga con bolsas, como anuncios andantes. Camino entonces como un sonámbulo que trata de orientarse, mirando todo y a casi todos, como si pasara las hojas de un libro para echar un vistazo rápido, dispuesto a sorprenderme siempre de los ojos que me devuelven la mirada al pasar. Mirar gente desconocida y que esa gente repare en mí me produce siempre una sensación de nudo en el estómago, me parece que quieren decirme mucho más de lo que yo soy capaz de percibir durante los pocos segundos que dura el contacto. De hecho, cuando esto sucede, cuando yo miro a alguien de forma aparentemente distraída, y ese alguien me mira a mí, se desdibuja todo lo demás, la ciudad misma, el aire, la luz, los otros, y solo tomo conciencia de sus ojos profundos, habladores, interrogantes.

Los días en que las calles están demasiado llenas, no; no soporto los codazos o los empujones, me agobian muchísimo, sobre todo si pienso en los niños pequeños que caminan de la mano de sus padres y lo hacen perdidos en un bosque de piernas, sin llegar a ver nunca, desde tan abajo, las caras de los transeúntes con los que se cruzan, esquivando los bolsos de mujeres descuidadas, que siempre se balancean a la altura de sus cabecitas.

Puesto que la ciudad cambia constantemente, he decidido que me gusta verla recién levantada, medio dormida y medio despierta, con la cara lavada y las ventanas abiertas para dar paso a esa luz dorada de las primeras horas del día, la que apenas calienta aún, la que no agobia,  la que lo baña todo de dulces promesas. Me gusta estrenar el día en las calles desiertas, donde solo me cruzo con algún estudiante en bicicleta, o con la gente que prepara las terrazas de las cafeterías para la invasión que les espera –en invierno, no, en invierno, los pocos que se atreven a caminar “bajo cero”, ahuecan los hombros para proteger la cabeza entre las solapas levantadas de los abrigos, mientras el aliento gélido camina por delante de las bocas-. Me resultan familiares los sonidos y los olores de esas primeras horas, puedo escuchar el zureo de las palomas y el canto enloquecedor de los pardales que atosigan los árboles y enmudecen cuando das una palmada al aire; y el sonido de las mangueras a presión rociando las aceras para devolverlas pulcras otra vez y arrastrar las huellas de la vida nocturna. Me gusta el olor a pan reciente, y a café recién hecho, y a churros calientes y tostadas –en cada sitio, un olor, siempre el mismo, como una identidad flotante y acogedora que me envuelve y mece y adormece mi cerebro como una nana intemporal-.

Sí, a veces lo hago; me siento inmortal por estas calles, mirándome en los ojos de los desconocidos…

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