Metamorfosis

Se le anudaron de nuevo las rodillas y hasta levantar los pies del suelo se le hizo una tarea tan pesada como si fuera empujando el mundo a base de riñones él sólo. Pensó si la tensión le estaría dando guerra otra vez, quizás la pastilla de la mañana se estuviera quedando corta, y lo que le cortaba la respiración con un nudo fuera sólo la crónica de una muerte anunciada. Ya lo sabía, ya, que aquellas discusiones le dejaban sin fuerzas, que, según su madre, uno no tiene que aguantarse con todo, y que, según su padre, cada vez aguanta uno menos y así nos va. El que se come las uñas se alimenta de miedos escuchó cuando un listillo recién llegado se le quedó mirando con los ojos clavados en aquellas manos de dedos achatados, sembrados de padrastros, doloridos alrededor de las uñas ninguneadas a base de mordiscos.

Se miró al espejo con esfuerzo, como si tuviera que levantarse en peso para conseguir verse de cuerpo entero en la luna vertical. Como si se tratara de otro, miró al frente con detenimiento, tratando de conocer al hombre que tenía enfrente, alicaído, cansado, con los hombros encogidos, y no sintió el menor afecto por él. Se tocó los bordes de los dedos con los pulgares, como si reconociera al tacto un objeto familiar, se miró las uñas y recordó la maldita frase. Se metió los dedos en la boca, a puñados, y empezó a comerse los miedos con fruición, hasta el empacho, por última vez. El sabor de la sangre le avisó del final, miró de nuevo la imagen del espejo y pudo ver al hombre más erguido, con derecho a respirar y mirar de frente; le gustó aquella mirada que, al instante, hizo suya y se supo capaz de pelear, de rebelarse, de vivir.

Personajes I

-¡Mierda!- Torció la boca en un gesto de dolor y tiró la maquinilla de afeitar en el lavabo, mientras se abalanzaba a por un trozo de papel higiénico.

¡Joder! Siempre igual… –pensó mientras retiraba con una toalla los restos de jabón. Sin querer, se llevó por delante también el hilillo rojo que corría por el cuello y el papel secante, manchado de sangre, que se desprendió y cayó sobre el agua retenida, nadando entre isletas de espuma a medio deshacer. Afanado como estaba, la vio a través del espejo, despeinada y con los párpados hinchados por las pocas horas de sueño, empujando con su cuerpo la puerta y pasando a su lado. Instintivamente se apretó contra el lavabo para dejarle sitio, pero ella pasó sin mirarle.

Ya manchaste la toalla… Más vale que te dejes barba-. La oyó con ese tono plomizo que utilizaba cuando estaba molesta con algo, y que cada día le resultaba más familiar. No le contestó, no merecía la pena. Aquello no era una conversación, de modo que salió del baño sin decir nada.

Se bebió el café que había preparado antes de ducharse y se comió a tropezones las galletas, de pie junto a la encimera; al menos había tenido la precaución de no vestirse antes, no fuera a tirarse el café sobre la camisa limpia, y eso sería ya una tragedia porque, de su antiguo fondo de armario, le quedaban dos camisas presentables y la otra estaba sucia del día anterior. Bien era verdad que los puños de ésta se veían desgastados por debajo de las mangas de la chaqueta, pero él había conseguido una cierta habilidad para que quedaran medio ocultos, se tiraba de las mangas desde las sisas antes de entrar a una entrevista y así, cuando extendía el brazo para estrechar la mano y saludar, los puños quedaban rezagados, allá en el fondo. Además, utilizaba corbatas discretas, había arrinconado las de colores o estampados llamativos, para evitar que la mirada de su interlocutor se fijara en ellas y, de paso, lo hiciera también sobre las puntas requemadas del cuello de la camisa.

Se vistió con cuidado, con gestos ensayados cada día de cada año de los dieciocho que había pasado visitando médicos y hospitales, saludando con una sonrisa de anuncio de crema dental y  un apretón de manos, ni demasiado fuerte ni demasiado flojo –el lenguaje corporal es importante, le decían en las charlas de marketing-, pagando cafés o lo que se terciara, repartiendo literaturas de medicamentos que ya hasta le habían escatimado en los últimos tiempos.

-¿Qué vas a hacer hoy?- le preguntó ella, y, casi de inmediato, retiró la mirada y dejó caer la comisura de los labios para susurrar con ironía su propia respuesta –. Lo de todos los días, supongo –y se alejó con la taza entre las manos.

Sí, lo de todos los días-. Elevó un poco la voz para decírselo porque necesitaba que ella lo escuchara,  y deletreó cada palabra para que quedara claro, muy claro, incluso para que también le quedara claro a él mismo. -¡Busco trabajo tooodos los díasss…!- y lo subrayó con un barrido de su mano derecha, tajante, decidido. No puedo quedarme en casa esperando a que alguien me llame. Puedo morirme esperando, y nadie me echaría de menos ahí fuera. Ni aquí dentro – se mordió los labios para no decirlo, pero se dio cuenta de que ella había tenido el mismo pensamiento. Se dio cuenta porque le había dado la espalda y le había dejado sólo en la habitación.

Mi vida entera.

No me has querido nunca; o me has querido poco, que, para el caso, lo mismo da. Seguro que has olvidado el día en que nos conocimos, cuando bajabas la cuesta del pueblo con aquel vestidito de flores, con vuelos en la falda, y la cintura tan marcada que daban ganas de abrazarte por ella y no soltarte más; cuando me mirabas sonriendo y entornando los ojos, y meneando las caderas. ¡Dios, qué ganas de tenerte, desde aquel día!; y lo que me hiciste marear y andar detrás de ti, espantando moscones que nunca te han faltado alrededor… Te dejabas querer y yo me volvía loco por ti; eras mi vida entera, y tú, tú no lo entendías, no estabas nunca a la altura, dejándome en vergüenza delante de los amigos y de los compañeros de trabajo, muy mosquita muerta, muy modosita, para luego coquetear con todo el que se te pusiera por delante. Si, hasta he dudado de que los niños fueran míos, me dicen que se me parecen y será verdad, pero no puedo soportar que también les quieras a ellos más que a mí, siempre pendiente, siempre encima, y a mí, ni puto caso que me haces…

Alguna vez, sí, alguna vez me has querido, alguna vez me has abrazado y me has mirado con esos ojos negros que me embrujaban, toda mía, pero luego te ibas al trabajo, o con las amigas, o sabe Dios adónde, y volvías con otra cara, con otras palabras, con otro olor, y ya te molestaba que te tocara porque decías que siempre pensaba en lo  mismo y no era el momento; ¡y no te dabas cuenta de que yo necesitaba entonces tenerte, más que nunca! ¡No te dabas cuenta de que tu rechazo era la prueba de lo puta que eras! ¿Por qué me provocabas? Yo no quería pegarte, pero no había forma de hacértelo entender; me resistí lo que pude, ¿cuántos años estuvimos casados sin ponerte la mano encima si no era para acariciarte? ¿Cuántos? Solo he vivido para ti, toda mi vida, y, cuando te di el primer bofetón corriste en seguida a casa de tu madre, hasta que fui a buscarte y me humillé y me arrastré para que volvieras. Creías que siempre iba a ser así ¿verdad? Tú, en un altar, y yo, siempre sumiso, esperando la limosna que me dabas.

Ya se acabó, si querías tanto a los niños, haberlo pensado antes, de ti dependía. Ya no te verán más, ni ellos ni esos hijos de puta con los que seguro que te acostabas. Lo que más me jode es que me has hecho dudar por un momento; me has mirado como aquellas veces, cuando me querías; hasta que te has asustado viendo tanta sangre.

Ahora ya no vas a dejarme, ya no vas a ninguna parte, ni yo tampoco. No quiero ir a ninguna parte sin ti. Esperaré, no tardarán en llegar a buscarme.