Duelo

Cuando tú te fuiste, Isabel, el mundo, mi mundo, se derrumbó. Yo te quería con locura. He dicho mal, no era locura, yo estaba muy cuerdo y por eso te quería. Tú eras una parte de mi vida, pero eras la parte más importante; tú eras mi cobijo, mi compañera, mi contrapunto, y yo contaba contigo para ser feliz y para hacerte feliz también. Por eso, cuando te fuiste, el duelo invadió mi tiempo, cada minuto de mi vida.

No, el dolor que yo sufrí entonces, y que aún a veces me acecha, no es comparable al dolor que provoca la muerte. La muerte es algo irremediable, algo asumido por nuestra condición humana. La  muerte nos arrebata a alguien querido y nada podemos hacer contra eso, y, para seguir viviendo, nos aferramos a los recuerdos de nuestra vida en común, a todo lo bueno que nos dio o que creímos darle, y seguimos viviendo para él o para ella y con él o con ella. Aun después de la muerte, vivimos en su compañía y recibimos su aliento. Su amor perdura.

Pero tú te fuiste, Isabel, tú me dejaste sin una explicación y me dejaste sumido en el más profundo de los dolores. Podrías haberme dicho que te habías enamorado de otro, y lo habría entendido- ¡cómo no saber lo que es enamorarse si yo estaba enamorado de ti!-, o que habías dejado de quererme, sin más, como en una metamorfosis, o que te aburrías a mi lado porque el tiempo había ido desgastando tu interés por mí, yo qué sé… Pero no dijiste nada y, además de tu ausencia, me quedó el sentimiento de culpa, porque algo debía haber hecho yo para provocar tu marcha, o algo debería haber hecho para evitarla. Culpa, culpa, culpa por quererte y porque tú dejaras de hacerlo. Siempre la culpa…

La muerte, Isabel, tu muerte -que nunca, ni en los momentos más duros, he deseado-, me habría dejado la esperanza de seguir viviendo con tu recuerdo, pero tu abandono solo me dejó desesperación; la desesperación de afrontar un futuro helado. Muerto.

(De «Las memorias de Ismael Blanco»)

Fauna urbana

A veces,  entre la gente con la que me cruzo en la ciudad, hay alguna mujer -con más frecuencia son mujeres que aún no son viejas-  que caminan solas, sin rumbo fijo y como amortiguadas; mujeres que olvidaron peinarse o quitarse las zapatillas de estar en casa o fueron incapaces de abrocharse bien el abrigo, drogadas legalmente y con receta, extraviadas y devueltas al redil… de aquella manera.

Otras veces me cruzo con parejas que caminan del brazo como quien lleva un bastón, caminan con rostros sin expresión, o, mejor dicho, con expresión de desánimo, de desilusión, de hartazgo, cada cual a lo suyo, que para nada es el otro, y no puedo menos de pensar en la condena que arrastran, tan juntos hasta la muerte y tan solos. Entonces necesito buscar un parque infantil, de esos con rampas y balancines de plástico, con padres jóvenes que ríen y animan a sus niños pequeños entre risotadas y gritos -porque ni unos ni otros aventuran aún destinos de hastío y resignación-, y donde, con algo de suerte, puedo encontrarme a algún viejo sentado en un banco, observando la escena con una mirada más joven que su edad, calibrando con satisfacción al verles el paso del tiempo por su vida misma, atento, tranquilo y, sobre todo, con una sonrisa en la mirada. Y entonces pienso que aún hay salida.