Mujeres

Yo nunca quise ser mujer. Nunca quise ser la mujer que los demás querían que fuera.

Desde niña odié el rosa porque me señalaba diferente a los niños, odié a mi madre cuando quería hacer de mí una mujer de su casa, a la profesora del instituto que me daba clases de Labores para que aprendiera a bordar, a mi padre y a mi madre por la libertad que tenía  mi hermano y nos negaron a mi hermana y a mí, al violador que me atacó en el metro, a la Naturaleza por obligarme a tener la regla y a parir (todo con dolor) para tener un hijo, a todos los que esperaban que dejara de trabajar para criarlo, a los que creían que no sería capaz de romper el techo de cristal, a todo el que no me respetaba como independiente y libre…

Por eso me negué siempre a ser diferente, por eso leí, y estudié, y  miré a todos lados y aprendí en todas partes y eduqué a  mi hijo en la igualdad de sexos. Por eso, también, firmé  mi primer libro con la inicial de mi nombre para que no se supiera, en la portada, que estaba escrito por una mujer, sino solo por alguien que tenía algo que contar.

Porque yo solo quería ser persona. Solo eso.

Fauna urbana

A veces,  entre la gente con la que me cruzo en la ciudad, hay alguna mujer -con más frecuencia son mujeres que aún no son viejas-  que caminan solas, sin rumbo fijo y como amortiguadas; mujeres que olvidaron peinarse o quitarse las zapatillas de estar en casa o fueron incapaces de abrocharse bien el abrigo, drogadas legalmente y con receta, extraviadas y devueltas al redil… de aquella manera.

Otras veces me cruzo con parejas que caminan del brazo como quien lleva un bastón, caminan con rostros sin expresión, o, mejor dicho, con expresión de desánimo, de desilusión, de hartazgo, cada cual a lo suyo, que para nada es el otro, y no puedo menos de pensar en la condena que arrastran, tan juntos hasta la muerte y tan solos. Entonces necesito buscar un parque infantil, de esos con rampas y balancines de plástico, con padres jóvenes que ríen y animan a sus niños pequeños entre risotadas y gritos -porque ni unos ni otros aventuran aún destinos de hastío y resignación-, y donde, con algo de suerte, puedo encontrarme a algún viejo sentado en un banco, observando la escena con una mirada más joven que su edad, calibrando con satisfacción al verles el paso del tiempo por su vida misma, atento, tranquilo y, sobre todo, con una sonrisa en la mirada. Y entonces pienso que aún hay salida.