Amantes

Todos mis amantes han ido muriendo. La vida tiene estas cosas, coloca en el camino de cada uno  barreras que se salvan con esfuerzo hasta que una más, un cáncer, una carretera, un bolo de colesterol, se convierte en definitiva y ya no puedes más. Y ellos, uno a uno, se han ido rindiendo. Yo los quise a todos, y aún los sigo amando; me pregunto si yo también me mantuve en su memoria, si me recordaron con afecto hasta la hora de su muerte. Porque yo necesito que sea así.

Ayer  olvidé el nombre de uno de ellos y aún no ha vuelto a mi memoria; aún guardo el sentimiento de amor por él, eso sí, pero no recuerdo su nombre ni cómo le llamaba yo. Y eso es lo más duro, darme cuenta de que, poco a poco, irán desapareciendo también de mi vida como las hojas de los árboles en otoño. No puedo consentirlo; no puedo dejar que el tiempo me abandone a la soledad. Por eso he decidido que esta noche será la última noche, dejaré que acunen mi sueño por última vez y mañana, sencillamente, no despertaré.

Al despertar

Boby debe estar malo. Ha entrado a despertarme y, en vez de plantar las patas sobre la cama, le he sentido olisqueando sobre la alfombra mientras yo me hacía el dormido; he abierto un poquito los ojos para sorprenderle con un susto y no me ha dado tiempo porque ha salido corriendo de la habitación con el rabo entre las piernas. El mosqueo ha sido mayúsculo; y el susto que me he llevado yo al bajar de la cama, más grande aún. Cuando he ido a meter los pies en las zapatillas he visto mis piernas, y hasta mis pies, cubiertos de pelo negro, pero no como las piernas de papá, no; mi pelo es tan espeso como el de Boby pero mucho más fino. Me he quedado de piedra, he tardado en darme cuenta de que, durante la noche,  me ha crecido pelo por todas partes, por las piernas, por el cuerpo, por los brazos y las manos, y, supongo, ¡qué horror!, que también por la cara. Quiero llamar a mamá, pero no me salen las palabras, lo intento de nuevo y escucho un maullido ahogado. Me doy cuenta de que tengo pelo de gato, maúllo, asusto a los perros  y, ahora que me miro las manos, también tengo uñas de gato. Debo ser un gato.

Ser un gato está muy bien cuando vives en una casa con un sofá enorme frente a la chimenea, o cuando tienes un parque al  lado, con árboles a los que subirse y con pájaros asustadizos a los que cazar, mientras que yo voy al colegio todos los días, tengo que hacer tareas en casa que la seño me corrige rezongando y, encima, mi hermano Ernesto me da patadas bajo la mesa para provocarme y que así papá me riña a mí y no a él.  La tita Luisa mima a su gata Pati  como si fuera un niño, le compra juguetes y comida especial y se junta con gente y  hablan de gatos como hacen las mamás en la puerta del colegio, cuando hablan de nosotros. Aunque también la lleva al veterinario… pero, bueno, mamá también me lleva a mí al médico y tampoco me gusta que me miren la garganta con el palo. A lo mejor, esto de ser un gato no está tan mal. Aunque a Boby no le guste.

El monte

Me doy cuenta, Isabel, de que ya no te necesito para ser feliz…

Esta mañana me levanté sin reloj, que era fin de semana y el cuerpo agradece esa espontaneidad; a lo lejos oí las rehalas de perros ladrando nerviosos, impacientes ante la suelta próxima, sedientos de muerte, e imaginé a los hombres, con ropas verdosas y sombreros pardos, riendo y vociferando para entenderse por encima del alboroto de los perros. “Como una liturgia”, pensé, “unos y otros se disponen para un ritual de sangre, tan asumido por todos que me mirarían como a un bicho raro si supieran cómo pienso, si supieran que me encoge el alma esta disposición tan natural para matar”. Decidí salir más tarde, no quería encontrármelos, y, menos aún, no quería reconocer a ninguno de los de aquí entre ellos; no quería que me llamaran para acercarme a sus corros, y sentir esa incomodidad de otras veces, que ni siquiera me permite ser condescendiente y reírles las gracias, como si yo también fuera uno de ellos…

He corregido primero unos exámenes y luego he salido a caminar, con mi vieja cámara de fotos, monte arriba. También he tenido que escapar de los domingueros, de la gente de ciudad que huye al campo cuando el tiempo es benévolo –y ahora lo es- y lo arrasa todo. Y los peores son los que de chicos vivieron aquí, que muchos de ellos huyeron de la vida en el pueblo y ahora regresan henchidos de orgullo para enseñarle estas tierras a los que nunca pudieron embarrarse por estos caminos, o resguardarse en un chicorzo escapando de la tormenta o asustarse cuando caen las castañas en medio de un silencio sobrecogedor; enseñan el campo como si fuera una extensión del salón de su casa, suyo sólo y con derecho sobre él y por eso abandonan por doquier latas de cerveza vacías y setas arrancadas por el mezquino placer que les da el desprecio por la naturaleza. He seguido un poco más allá, lejos de todo y de todos, salvo el monte en sí, y he caminado despacio, respirando el aire limpio, dejándome a ratos llover encima una lluvia fina que bajo los castaños se convierte en goterones; he sacado fotos de detalles, ya sabes como soy, me gusta fijarme en lo chico, en lo que casi siempre pasa desapercibido incluso para los ojos que van escudriñando todo alrededor, y se me ha ido el tiempo sin sentir. En realidad, he tenido la sensación de que el tiempo no existe, tan solo la vida, sin distingos; la luz que se filtra a través de las hojas verdes, la esponja de musgo que tapiza las piedras, el olor a tierra mojada, el perfume de los pinos, el oleaje de los castaños cuando los acaricia el viento, y yo mismo en medio de todo esto. Me he sentido como de espuma, Isabel, como si mi cuerpo no pesara, como si no hubiera cadenas que pudieran atarme. Feliz.

Cada vez necesito menos para ser feliz.  O quizás debería decir que, para ser feliz, me basta con sentirme libre.

(De las memorias de Ismael Blanco)

Vecinos

Mis nuevos vecinos son gente de orden. Antes de verles supe que eran una parejita joven y sin hijos. ¿Quién que tenga un bebé va a arriesgarse a poner delicados visillos en la puerta del balcón, y quién que no sea joven va a escoger unos de color cereza? Su vida sin niños es una vida cuadriculada: el balcón libre de trastos; las persianas se bajan cuando se enciende la luz; los días de diario se levantan a las ocho, los domingos, a las nueve; desayunan en la mesa del salón –los visillos son casi transparentes-, ella frente a mi ventana, él, de perfil. Y ninguno de los dos fuma; nadie tan delicado como para escoger esos visillos dejaría que se impregnaran  del olor a tabaco. Mis vecinos son gente de orden que cuida su  intimidad y viven hacia dentro; excepto hoy, en que ella ha retirado los visillos para depilarse las cejas aprovechando la luz.

Encima de ellos vive un atribulado grupo de estudiantes. Han llegado con el inicio del curso y la fogosidad de su juventud se refleja en todo lo que hacen: salen al balcón a fumar y no paran demasiado tiempo en la misma postura; alternan el pie de apoyo y giran la cabeza en un barrido constante de esquina a esquina de la calle, como si esperaran a alguien que no acaba de llegar; ni bajan las persianas ni corren las cortinas, aunque sean las dos de la mañana y tengan una fiesta en casa; las deportivas duermen pacientemente en el balcón y, sobre todo, no saben tender la ropa: sujetan las sábanas con una sola pinza y el viento juega con ellas hinchándolas como velas y enrollándolas en la cuerda de tender y cuelgan las camisetas por la mitad sin tener en cuenta el tatuaje que les queda y que, probablemente, ni su experimentada madre podría quitárselo al planchar.

Yo salgo poco a la calle; salgo temprano a caminar, los viejos dormimos poco, y luego me encierro en casa, entre mis libros y mi ventana. Ni siquiera me queda tiempo para ver la tele.

Todo empieza

A Javi

¡Había salido bien! Algo nervioso al principio, es natural.

¿Cuántas personas habrían venido? Unas ciento cincuenta, más o menos; había diez asientos en cada fila y por lo menos había veinte filas y sólo las últimas habían quedado medio vacías. La editorial se había movido bien, sin duda, porque si no, quién iba a acudir a la presentación de una novela de un autor novel, totalmente desconocido…

Se quitó los zapatos y el contacto de los pies con la tarima del suelo le reconfortó, se quitó también la chaqueta y aflojó el cinturón camino del sofá. Paz. Si tuviera que escribir sobre lo que ahora sentía podría expresarlo así, “paz”, en paz consigo mismo, la satisfacción de haber alcanzado una meta, la satisfacción de saber que nada acaba ahí, que todo empieza de nuevo.

Se levantó y, de entre los libros más viejos de la estantería, sacó un cuaderno con las esquinas rizadas y despellejadas por el uso. Lo abrió con cuidado y leyó para sí: “Me llamo Javi, tengo 10 años y voy a escribir un diario”, y, en la siguiente hoja “Hoy es 29 de septiembre. Hemos comido en el Burguer con una amiga de mi padre que me ha regalado este diario. Yo he comido “nuges” de pollo porque la hamburguesa no me gustaba. Mi padre se pidió una de pan negro que sabía muy mal. Mi hermano ha dado bastante guerra y mi padre le ha tenido que reñir varias veces. La amiga de mi padre me ha preguntado si me gusta más leer o escribir y le he dicho que las dos cosas”.

Sonrió de una forma casi imperceptible, más con el alma que con el rostro. Sí, aún le gustaban las dos cosas; en realidad, no podría vivir sin leer y sin escribir.