De restaurante

El hombre enganchó la servilleta en la abertura de la camisa y se cubrió la panza con ella mientras la mujer joven brujuleaba constantemente vigilando al niño, haciéndole preguntas que ella misma se respondía, y el crío correteaba por el salón dando brinquitos y acercándose con ojos como platos a los comensales de otras mesas. Con ellos había entrado una mujer anciana, menuda, encorvada y sarmentosa que escogió sentarse lo más alejada que pudo de la silla destinada al niño.

Cuando el camarero trajo los platos el hombre alisó la servilleta y acercó la barriga un poco más al borde de la mesa, la mujer reconvino al niño, que se hizo el loco y no se acercó siquiera, y la anciana miró al plato, al camarero y a los demás clientes, por ese orden y, como si le hubieran dado permiso para empezar, culeó un poco en la silla para centrarse con el plato y se aprestó a comer sin levantar la vista.

A los postres, el hombre mostraba una animosa cara de satisfacción y varios chorretes sobre la servilleta, la mujer se había levantado ya dos veces en busca del crío y éste había hecho varias incursiones en las mesas vecinas, donde los clientes lo miraban a él y a su alrededor con la sospecha de que fuera huérfano.

Cuando el niño soltó en un rincón del salón el ratón de cuerda la algarabía se extendió como una ola, los gritos y las pataletas lo invadieron todo e incluso alguna mujer se subió a una silla escapando del peligro y algún hombre se agarró al respaldo de otra sin decidirse entre el miedo y la vergüenza. Todo fue un disloque, todos gritaban porque los demás lo hacían, todos, menos la abuela sorda, que no había levantado los ojos del trozo de pastel.

Autor: AdelaVilloria

Trabajo para poder comer. Escribo para poder vivir.

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