El genio

Érase una vez que se era un genio que vivía fuera de una botella.

Tanto tiempo llevaba moviéndose entre la gente normal, que ya no recordaba con su memoria de genio el color del cristal que un día lo envolvió, ni de dónde había venido, ni quién había retirado el tapón para dejarlo libre, libre y prisionero a la vez en un mundo que unas veces le resultaba encantador y otras huraño… Y así, mientras el mundo seguía su camino, él dibujaba el suyo –“ya que estoy aquí…”, se dijo en una ocasión en que decidió pensar sobre ello-, y lo observaba  todo y a todos con sus ojos de genio que, a la sazón, miraban como todos pero veían un poco diferente. Quizás fuera por ese color verde entreverado de marrón, que se hacía más verde y más brillante cuando sus ojos  sonreían –porque los genios sonríen con los ojos como lo hacen los niños, inocentes y sorprendidos- o por el color tostado claro que se oscurecía cuando algo le turbaba, pero lo cierto es que el genio sorprendía a diestro y siniestro siendo capaz de mirar aquí pero ver más allá, y el personal al uso se quedaba boquiabierto durante unos segundos y sacudía la cabeza después para quitarse el aturdimiento de encima, como hacen los perros para sacudirse las moscas, espurriando todo alrededor.

El caso es que el genio no estaba muy seguro del poder de sus poderes; a veces incluso dudaba de que éstos existieran, después de tanto tiempo desalojado y errante; por esa razón  vivía de tapadillo, hasta que se topaba con una piedra en el camino o en el arroyo y agarraba el rotulador que siempre llevaba encima para disimular su extraordinario carácter y, como por arte de magia o de genio, sacaba de la piedra lo que ésta escondía a los ojos bisojos de los demás y que, sin embargo, era claro y  nítido para él. Y así, poco a poco, fue llenando el mundo de seres fantásticos y maravillosos, fue llenando de vida lo que parecía muerto y fue iluminando la penumbra con la luz de su mirada de genio.

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