Las ceremonias de la muerte

Una vez, cuando éramos chicos, el profesor que nos daba Ciencias Naturales adormeció una rana con cloroformo, la despatarró sobre una tabla, la sujetó con alfileres y la abrió en canal para que viéramos sus órganos. Creo que ninguno de nosotros pensó entonces que la rana estaba muerta, nos pareció, más bien, que estaba dormida.

La muerte no era lejana entonces. Cuando chicos, criábamos conejos en casa. Llegado el momento, mi madre escogía uno de ellos, lo agarraba por las patas traseras y lo levantaba a la altura de los ojos, boca abajo. El animal se quedaba inmóvil y mi madre le daba un certero golpe en la nuca que acababa inmediatamente con él. A veces, necesitaba un segundo golpetazo. Después lo colgaba por una de las patas de una punta clavada en la pared y lo iba desnudando de aquel abrigo suave y algodonoso que ni siquiera sangraba.  Desprendía la piel con facilidad con un tirón mantenido, y, al llegar al pescuezo quedaba al descubierto el golpe, hinchado y sanguinolento. Luego, mi madre cercenaba las orejas por la base dejando las ternillas blancas y también el hocico, del que colgaba la piel entera, sonrosada y caliente.

También teníamos gallinas y criábamos pollos para engordarlos. Cuando llegaba el momento de matar alguno, mi madre le cruzaba las alas sobre la espalda haciendo un ocho para evitar aquel aleteo de loco, lo sujetaba entre las piernas o entre los codos y con la mano izquierda le doblaba la cabeza contra el pescuezo mientras con la derecha le arrancaba las plumas de la nuca. Después, con un cuchillo afilado, cortaba la piel desplumada y la sangre oscura empezaba a fluir por la herida. Entonces mi madre le volteaba un poco el pescuezo rajado y la sangre caía sobre un tazón lleno de miga de pan que revolvía con la punta del cuchillo.

En noviembre, con las primeras heladas nocturnas, nos despertábamos una mañana más pronto de lo normal. Todavía la luz era un poco gris, y llegaba envuelta en alaridos que erizaban la piel y hacían que me tirara de la cama inmediatamente. Esa mañana había gente por casa que yo no conocía, un hombre grande, vestido con un mono azul de trabajo que daba unos toques con la cheira a un enorme cuchillo y una mujeruca que se alquilaba para ayudar en las matanzas, casi enana y vestida de negro, con andares de pato por el desgaste de las caderas y las manos deformadas por la reúma. Habían venido también algunos vecinos, se necesitaban varios hombres para sujetar sobre el tajo al cerdo que íbamos a matar. El hombre del mono azul metía el cuchillo afilado en el centro de la garganta de aquel animal enorme y desesperado, y aseguraba el golpe empujando con movimientos circulares de la muñeca. Mientras, las mujeres acercaban un barreño de barro y recogían la sangre que chorreaba, negra y humeante. Yo miraba desde la puerta, los pies juntos y las manos a la espalda. Miraba a los hombres que sujetaban con todas sus fuerzas al cerdo hasta que dejaba de patalear, y a la mujer que recogía la sangre y la batía constantemente para que no se coagulara. Y miraba al matarife que sacaba finalmente el cuchillo ensangrentado, y la mano y el puño también.

La muerte no significaba entonces el final de la vida; la muerte de aquellos animales era el paso necesario para poder comerlos, por eso, seguramente, no pensábamos que la rana estuviera muerta también.

Pero también aprendimos en aquellos años que, cuando la gata o la perra parían, le dejaban las crías un día o dos para vaciar de leche a la madre y evitar las mastitis, y, si después no había ningún vecino que quisiera gato o perro, se los quitaban. No preguntábamos cómo, de pronto un día no estaban, y punto; pero todos sabíamos que les rompían el cuello o los tiraban al río metidos en un saco.

Y había quien ahorcaba un galgo colgándolo de un árbol porque, una vez terminada la temporada de caza, dejaba de ser útil y gastaba en comer. Y supongo, además, que esa forma de muerte era barata y ofrecía escasa dificultad, porque el animal no podía defenderse de  la mano que le ponía la cuerda alrededor del cuello, siendo la mano que cada día le daba de comer. O el espectáculo horrendo de la muerte de un novillo como símbolo de dominación sobre un animal noble y peligroso.

Y asistimos también a las antesalas de la muerte, los muchachos que apedreaban perros por puro y siniestro placer, torturaban gatos hasta dejarlos tullidos, ciegos o rabicortos, o inflaban una rana a través de una pajita para que no pudiera saltar con la barriga llena de aire…

¿Cómo podré explicarles todo esto a los muchachos? ¿Cómo podré hacerles ver que hay muertes inevitables, otras que sólo son útiles y otras que sólo son crueles? Tengo miedo de no ser un buen maestro; miedo de no hacer bien lo que tengo que hacer, enseñarles a mirar para que puedan decidir dónde quieren estar, dónde quieren quedarse…

«De las memorias de Ismael Blanco»

Sobrevivir

Uno se acostumbra a sufrir. La piel va haciendo corteza y uno se acuclilla a su amparo; y así recibes los mismos golpes pero se te antojan más lejanos o más leves. Y uno sigue caminando por dónde antes creyó que no podría hacerlo, como un sonámbulo, sin ver el camino y sin mirar atrás. Pero sigue caminando. Quizás sólo se trate de eso, de no pararse nunca.

Eso era lo que intentabas explicarme. Eso fue lo que aprendí…

(De las memorias de Ismael Blanco)

Miro atrás

Nada me importó entonces. A mí, que todo me importaba. Decidí no mirar atrás, no escuchar;  desoí  incluso esa voz que creía mía y amartillaba mi conciencia. Refrenando, siempre refrenando.  Y  decidí que tenía que arriesgarlo todo para no perderlo todo.

Ahora miro atrás y no sé dónde encontré el valor.

O quizás fue más fácil que eso, quizás sólo me dejé llevar hasta el siguiente puente.

Y desperté en otra orilla, en otro paisaje con verdes por descubrir, con vientos leves que mecen las hojas de los árboles y ventiscas que arrancan las ramas muertas. ¿Cómo iba a resistirme? Yo sólo tenía que empezar a caminar…

Y allí estaba el resto de mi vida.

(De las memorias de Ismael Blanco)