En la estación

Yo entonces viajaba con frecuencia a la capital. Estaba haciendo un seminario a base de sábados y le había cogido el gusto a desayunar en la estación al llegar, y coger fuerzas hasta el final de la mañana, casi la tarde ya, cuando nos dejaban parar para comer.

Un día de estos, en medio de mi pequeña y provinciana rutina, se me acercó una mujer joven aún, extremadamente delgada, con un bolso a la espalda, correctamente vestida y peinada cuidadosamente con el cabello recogido en una cola sobre la nuca. Tenía los ojos azules, acuosos, tan dulces como el mar tranquilo del amanecer de aquellos días junto a Clara.

El recuerdo de Clara cambió de lugar y se alojó en mi garganta; por la felicidad de aquellos días y por el dolor que le siguió después.

La mujer, sin acercarse demasiado a mí, como si cuidara de no invadirme, me pidió algo de comer porque estaba temporalmente en la calle y estaba enferma.  Me tembló la voz cuando le dije que esperara un momento; porque yo necesitaba un momento para tragar saliva y pestañear, para dejar de dolerme por Clara, enferma también y lejos de mí. Rebusqué en el bolsillo del pantalón y le di un billete -ni siquiera sé de cuánto era- mientras ella dijo algo que no escuché. A miles de kilómetros de aquella estación, donde quiera que Clara estuviera, tenía que haber alguien capaz de secarle el sudor de la frente febril, de posarle una mano en el hombro pidiéndole calma, de susurrarle que todo iría bien. Tenía que haber alguien así cerca de ella. Alguien que la ayudara como hacía ahora yo con esta mujer anónima. ¡Por Dios, tenía que ser así…!

 

(De las Memorias de Ismael Blanco)

La venganza

Sólo había una mujer pidiendo en la pescadería. Le pareció una “señora bien”, una mujer en la setentena, el pelo rubio arreglado en un recogido de peluquería, un vestido fresco tipo camisola, zapatos de medio tacón y piel morena de playa. Preguntaba constantemente a la dependienta sobre las características de los pescados y compraba un poco de cada cosa. Cuando se volvió hacia ella para mirar unos calamares pudo ver que la mujer iba maquillada discretamente, a no ser por el perfilador oscuro que rodeaba unos labios demasiado gruesos para ser naturales. Cuando preguntaba por la calidad de los gambones congelados, con ese tono habitual que se utiliza cuando necesitas comprar algo asequible de precio pero haces ver que lo desprecias por estar congelado, se dio cuenta de que la mujer llevaba el vestido del revés, el color de las listas lucía un poco desvaído y se veían las costuras sobre de la tela.

La mujer comentó sin que nadie preguntara que acababa de llegar de Galicia, donde había estado de vacaciones y había comido muchísimo y excelente pescado, pero aun así quería llevarse algunas cosas más. Después preguntó por las almejas blancas. Exactamente dijo: “¿Las almejas blancas son portuguesas, verdad?”. La dependienta se apresuró a responder con entusiasmo: “Sí, señora, vienen de Portugal”. La mujer dijo entonces: ¿Pero son buenas, no?

Le faltó decir “a pesar de ser portuguesas”, pero la pescadera lo entendió igualmente y defendió con entusiasmo la calidad de aquellas almejas que no eran gallegas.

Ella pensó que ya había escuchado demasiadas sandeces. Se acercó a la mujer y en voz baja, que la dependienta pudo oír también, le dijo “Disculpe, señora, pero no se ha dado cuenta de que tiene el vestido del revés”.

La mujer ahogó una exclamación tapándose la boca con la mano y empezó a moverse como si buscara un sitio en el que poder esconderse. Se desentendió de las almejas portuguesas y se la oyó balbucir “ay, por dios, ay, por dios, ¿qué hago ahora?…”.

Fue como explotar un globo que sube en el aire. Y no se arrepintió.