“Quizás mañana…” pensó, pero lo hizo con tanta intensidad que casi escuchó su pensamiento. Luego miró a su alrededor por si entraba algún vecino en el portal y la veía así, como cada día a la misma hora, y cerró con parsimonia la portezuela del buzón. Parpadeó con fuerza para agotar las lágrimas, enderezó la figura y salió a la calle como una autómata, con sus zapatitos de tacón y su gabardina verde anudada a la cintura, y con ese dolor que cada día le estrujaba el pecho, henchido de desesperanza.