Tomás.

Desde que pasó lo de Tomás ya no fue el mismo. De pocas palabras, siempre a lo suyo, a partir de aquello se volvió taciturno y arisco; podía pasarse el día entero de un lado para otro, quitando malas hierbas, echándole a las gallinas, o limpiando el escaso estiércol que dejaba acumularse bajo las jaulas; cualquier cosa con tal de parecer ocupado y esquivar la angustia.

Tomás había sido su primer nieto y el que él había sentido más cercano. De pequeño, el crío pasaba los veranos pegado a sus perneras, paso que daba él, paso que daba el chico, como una sombra, siempre con una pregunta en los labios, revoloteando a su alrededor en espera de una respuesta que le dejara satisfecho. Y él sabía lo que le costaba, a veces, que el crío se quedara satisfecho, con aquella hambre insaciable de todo lo que su abuelo pudiera mostrarle.

Cuando, unos meses atrás, alguien habló de un accidente, él no quiso escuchar nada, no quiso conocer detalles, no preguntó, pero no pudo evitar saber que un maldito kamikaze se había lanzado contra el coche del muchacho cuando volvía del trabajo. No fue capaz de sentir odio, no fue capaz de llorar o de rebelarse, tan sólo sintió un terrible vacío, como si le hubieran arrancado las vísceras y los huesos y solo fuera un pellejo relleno de trapos y serrín.

A partir de ese momento, dejó de ser consciente del tiempo y del espacio, vagando sin sentido hacia ninguna parte, sin afán y sin esperanza. Tomás era más que su nieto, era más que un muchacho joven y animoso, con  muchas ilusiones y buenos sentimientos, capaz de comerse el mundo hasta que el mundo decidió comérselo a él. Tomás era su proyección en el futuro, la forma de seguir viviendo a través del chico muchos años después de que su propia vida terminara, y, bruscamente, ni Tomás ni él tenían ya futuro. Y él tampoco quería ese presente.

Cuando Juana llegó a limpiar, como hacía cada lunes y cada jueves, no encontró al viejo como solía ocurrir, desayunando un tazón de café con pan migado en la cocina. No le extrañó demasiado porque, a veces, salía temprano a dar una caminata por el campo, con el perro, y, desde luego, parecía que el animal no estuviera en casa, porque no había salido a recibirla como hacía cada vez que escuchaba la llave en la puerta.  La mujer se dio cuenta de que la mesa seguía puesta desde la noche anterior, a juzgar por la vajilla y por la cena que aún estaba allí, fría y reseca ya. Miró a su alrededor buscando algún indicio de lo que hubiera sucedido y presintió, más que oyó, unos leves gruñidos que venían de la parte de atrás de la casa. El perro estaba allí, pateando con insistencia la puerta del cobertizo, gimiendo levemente, y no se separó de allí cuando Juana se acercó. La mujer abrió la puerta con miedo pero con determinación, y ni siquiera se sobresaltó cuando vio la silueta del viejo colgando de una viga, recortada por la luz de los ventanucos que tenía detrás. Tenía la cabeza amoratada, hasta donde le apretaba la cuerda, los ojos saltones bajo los párpados y la lengua asomando, negruzca, por la boca entreabierta. Bajo él estaba la sillita de colegio en la que Tomás se sentaba cuando era niño para escuchar a su abuelo; Juana supuso que el viejo se había subido en ella para luego hacerla caer de una patada y quedarse colgado. Las botas estaban cerca de la silla, colocadas juntas, y los calcetines estaban dentro de ellas, como cuando uno se va a la cama y coloca las zapatillas al borde de la alfombra. Juana permaneció junto a la puerta durante algunos minutos, incapaz de moverse o de pedir ayuda, consciente de que nada de lo que pudiera hacer iba a ser ya de utilidad; tan sólo era capaz de mirar alternativamente al viejo inmóvil, los zapatos ordenados y la silla caída. Pensó en el tacto acogedor de la madera en los pies del viejo, en que esa habría sido la última sensación antes del colapso, pensó en Tomás y fue a pedir ayuda.

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Cocinillas.

Como pudo se empinó y alcanzó el libro de la estantería. La última vez que mamá buscó en él una receta lo colocó en la balda de abajo y ahí llevaba ya más de tres meses.  Le picó la curiosidad para ver si ella sería capaz de cocinar algo para papá y para mamá, bueno, y también para Quique, aunque no parecía que Quique fuera capaz de comerse cualquier cosa que nadie fuera capaz de cocinar, a no ser esos purés asquerosos con aspecto de caca. Hojeando, hojeando, se fijó en una receta que tenía una llamativa etiqueta con la palabra “Muy fácil” y una enigmática palabra que no conocía, “papillote”.

Leyó con atención y entonces se dio cuenta. De cuando en cuando, mamá andaba por casa con la cabeza envuelta en papel de aluminio, apareciendo después con un aspecto completamente cambiado. Eso era, mamá se hacía la cabeza al papillote, seguramente esa era la razón de que mamá fuera capaz de adivinar todo lo que pensaban o podían pensar papá, ella misma o Quique; incluso Sixto, el gato, parecía previsible para el cerebro “al papillote” de mamá.

De nuevo, al cabo de unos días, mamá salió del baño con la cabeza brillante y plateada. Ella le preguntó y mamá dijo que se teñía el pelo, pero ella sabía que eso sólo era una disculpa.

Confesión

Anduve mala, y por eso estuve unos días sin venir; que no falto yo si no es por algo así, que yo te soy de ley, aunque nunca lo creyeras. No es solo la obligación, Damián, es que siempre pienso que madre ha de revolverse en esta tumba desde lo tuyo, tener que estar aquí los dos, por los siglos de los siglos, menos mal que, después de tantos años, de padre y madre no quedarían más que los huesos cuando tú llegaste.

Que te hiciera unas sopas al revés, me había dicho muchas veces, desde la primera vez que me vio los moratones, cuando estaba en estado del primero; que te hiciera unas sopas al revés, que lo nuestro no tenía solución, tú siempre bebiendo y haciéndome hijos y yo aguantando los palos sin rechistar. Eran otros tiempos, Damián, si hubiera sido ahora, si me hubiera pillado ahora con 20 años y con este genio, tarde te iba yo a aguantar lo que te aguanté. Tienes que entenderlo, que me abrieras a mí la carne a correazos no tiene perdón, pero, a los hijos…. Mejor no tener padre que tenerte a ti. No, Damián, no me arrepiento, Dios sabe que no me arrepiento, y voy a venir a decírtelo todos los días, hasta que también me metan a mí en esta tumba.

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Locura de amor.

Cómo no iba a amarla, si nunca me pidió que la dejara libre. Como no iba a amarla, si cada día lucía su traje más brillante para mí y me regalaba lo mejor de sí misma sin esperar nada a cambio, sin exigir una caricia o un gesto de ternura. Ni siquiera ahora, cuando me ahogo en el remordimiento y el alcohol, puedo olvidar sus ojos, esos ojos siempre tan abiertos, y esa mirada que me traspasaba el alma.

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Artrosis

Voy algo gastado ya. Voy y vengo como puedo con mis tres piernas y la que me nació en el nogal del huerto es la única que no me duele, que la quiero ya más que a las mías propias, que sólo hicieron el mérito de nacer conmigo y, a base de doblar y desdoblar, se pasan el día chirriando, mientras que ésta otra se aguanta las ganas de adelantarme y echar a correr, ella que puede, y se queda a mi lado, sumisa y ordenada, uno dos, unos dos… Por eso, cuando la siento algo cansada, dejo de trajinar de un lado para otro, y me vuelvo al almacén, y la dejo apoyada contra el quicio de la puerta, y me llego hasta la silla del nieto, y me pongo a ensoñar en medio de la nada y del tiempo que voy tomando prestado con falsas promesas de devolución. Y, a veces, me quedo traspuesto y vuelvo a buscar nidos y a coger moras, y madre me riñe porque llego con las rodillas desolladas. Aún ahora, las rodillas desolladas.

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