Yo había cogido el primer tren de la mañana, de noche aún, y, como siempre, me puse a leer un rato. Había empezado hacía unos días la última novela de Almudena Grandes, “Los pacientes del Dr. García” y quería aprovechar la hora y media de viaje, porque no es éste un libro que se pueda leer de a poco.
El vagón casi se había llenado esa madrugada, al final de un trimestre universitario, con gente joven acarreando mochilas y maletones. Al cabo de diez minutos casi todos estaban dormidos, unos encogidos, otros contorsionados y, hasta alguno había con la boca abierta.
La chica rubia que se había sentado en mi fila, en el otro lado del pasillo, iba despierta y, de vez en cuando, miraba el móvil o bebía agua de una botella. Al cabo de una media hora cogió una bolsa de plástico blanco que había dejado sobre el asiento libre, la abrió, sacó una mandarina y se puso a pelarla. El aroma penetrante de la piel de la naranja, explotando en múltiples gotitas microscópicas, se extendió rápidamente y llegó hasta mí, de un modo tan intenso que eché de menos no tener también los dedos pegajosos.
Justo en ese mismo momento yo leía la página 117 de la novela de Almudena Grandes. Leí, me volví a mirar a la chica y volví a leer el mismo párrafo. Justo aquel que dice, “Manolo aceptó la misión y disfrutó de la luz, del sabor casi olvidado de las naranjas”.
¡Qué bonita coincidencia!
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