El Bruno no había sido su último novio, pero sí era el único que la Asunción no había conseguido olvidar. Había empezado a trabajar en una pescadería del Mercado Central cuando era poco más que un crío y, nada más verle, a ella le gustó todo de él, hasta el olor a pescado y las botas altas llenas de escamas. Primero fue la relación comercial, claro, pero, a base de frecuentar el puesto, el Bruno y la Asunción empezaron a quererse y a dejarse querer –la Asunción quería al Bruno y el Bruno se dejaba querer por la Asunción-, hasta que un día, cuando ya andaban pensando en boda – ella pensaba en boda y él sólo pensaba en verlas venir-, el Bruno desapareció sin dejar otro rastro que el olor a pescado fresco en la cama de Asunción.
Al principio, todo fue desolación y llanto, la Asunción tenía alucinaciones y creía que el Bruno aparecía porque le venía de pronto aquel olor tan familiar que sólo estaba en su memoria, hasta que llegó un momento, cuando supo que él trabajaba en una gran superficie a la que ella nunca iría y que se había casado con una dependienta de la sección de congelados, que la añoranza de los abrazos y de los besos sólo le fue tolerable si se pasaba la mañana de una pescadería en otra, llenando sus pulmones de aquel olor tan entrañable, tan necesario. Por eso, aún ahora, la Asunción coge cada día su bastón y acude puntualmente a la pescadería, para comprar una caballita, o un par de sardinas, o media docena de boquerones, y luego, en casa, abre el envoltorio, lo acerca a su nariz y cierra los ojos mientras se llena de recuerdos, porque ella, en realidad, hace muchos años que se hizo vegetariana.
De nuevo, muy bueno 😉
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Muy bueno, como siempre lo que más me gusta son los finales. Necesito todos los días un nuevo relato.
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