La venganza

Sólo había una mujer pidiendo en la pescadería. Le pareció una “señora bien”, una mujer en la setentena, el pelo rubio arreglado en un recogido de peluquería, un vestido fresco tipo camisola, zapatos de medio tacón y piel morena de playa. Preguntaba constantemente a la dependienta sobre las características de los pescados y compraba un poco de cada cosa. Cuando se volvió hacia ella para mirar unos calamares pudo ver que la mujer iba maquillada discretamente, a no ser por el perfilador oscuro que rodeaba unos labios demasiado gruesos para ser naturales. Cuando preguntaba por la calidad de los gambones congelados, con ese tono habitual que se utiliza cuando necesitas comprar algo asequible de precio pero haces ver que lo desprecias por estar congelado, se dio cuenta de que la mujer llevaba el vestido del revés, el color de las listas lucía un poco desvaído y se veían las costuras sobre de la tela.

La mujer comentó sin que nadie preguntara que acababa de llegar de Galicia, donde había estado de vacaciones y había comido muchísimo y excelente pescado, pero aun así quería llevarse algunas cosas más. Después preguntó por las almejas blancas. Exactamente dijo: “¿Las almejas blancas son portuguesas, verdad?”. La dependienta se apresuró a responder con entusiasmo: “Sí, señora, vienen de Portugal”. La mujer dijo entonces: ¿Pero son buenas, no?

Le faltó decir “a pesar de ser portuguesas”, pero la pescadera lo entendió igualmente y defendió con entusiasmo la calidad de aquellas almejas que no eran gallegas.

Ella pensó que ya había escuchado demasiadas sandeces. Se acercó a la mujer y en voz baja, que la dependienta pudo oír también, le dijo “Disculpe, señora, pero no se ha dado cuenta de que tiene el vestido del revés”.

La mujer ahogó una exclamación tapándose la boca con la mano y empezó a moverse como si buscara un sitio en el que poder esconderse. Se desentendió de las almejas portuguesas y se la oyó balbucir “ay, por dios, ay, por dios, ¿qué hago ahora?…”.

Fue como explotar un globo que sube en el aire. Y no se arrepintió.

De pescados

El Bruno no había sido su último novio, pero sí era el único que la Asunción no había conseguido olvidar. Había empezado a trabajar en una pescadería del Mercado Central cuando era poco más que un crío y, nada más verle, a ella le gustó todo de él, hasta el olor a pescado y las botas altas llenas de escamas. Primero fue la relación comercial, claro,  pero, a base de frecuentar el puesto, el Bruno y la Asunción empezaron a quererse y a dejarse querer –la Asunción quería al Bruno y el Bruno se dejaba querer por la Asunción-, hasta que un día, cuando ya andaban pensando en boda – ella pensaba en boda y él sólo pensaba en verlas venir-, el Bruno desapareció sin dejar otro rastro que el olor a pescado fresco en la cama de Asunción.

Al principio, todo fue desolación y llanto, la Asunción tenía alucinaciones y creía que el Bruno aparecía porque le venía de pronto aquel olor tan familiar que sólo estaba en su memoria, hasta que llegó un momento, cuando supo que él trabajaba en una gran superficie a la que ella nunca iría y que se había casado con una dependienta de la sección de congelados, que la añoranza de los abrazos y de los besos sólo le fue tolerable si se pasaba la mañana de una pescadería en otra, llenando sus pulmones de aquel olor tan entrañable, tan necesario. Por eso, aún ahora, la Asunción coge cada día su bastón y acude puntualmente a la pescadería, para comprar una caballita, o un par de sardinas, o media docena de boquerones, y luego, en casa, abre el envoltorio, lo acerca a su nariz y cierra los ojos mientras se llena de recuerdos, porque ella, en realidad, hace muchos años que se hizo vegetariana.