De soledad

Afuera llovía desordenadamente; el olor a tierra húmeda se filtraba por las ventanas y llegaba a ella como un bálsamo apaciguador. Excepto la lluvia empapándolo todo, limpiándolo todo, nada ni nadie quedaba en la calle. Se dio cuenta de que también ella llovía sin control, las lágrimas se desbordaban por sus mejillas y caían manchando el suelo de madera como gotas de sangre transparente; nada existía fuera de ese llanto silencioso que ahogaba sus deseos y empapaba sus recuerdos de olor a tierra mojada. Se dejó llorar hasta que las nubes se agotaron afuera y empezó a salir la gente de los portales y la vida inundó de nuevo la calle,  y se quedó pegada al cristal, mirando desde adentro, como los niños miran a través del cristal de un acuario, con admiración y con temor también, pero, sobre todo, a través de una barrera infranqueable.