Bolsas

La chica del supermercado encargada de la frutería está muy atareada. Arrastra cajas y ordena cuidadosa y velozmente el género, y, a cada momento, se acerca a pesar las bolsas medio llenas que los clientes le ofrecen. Una mujer cincuentona y bastante arreglada para ser un sábado por la mañana le pide una bolsa para naranjas, y, entre peso y peso, ella le da una bolsa de plástico grande y con asas. Las naranjas abultan mucho.

Al cabo de unos quince minutos me acerco a las cajas automáticas para pagar. Siempre están muy concurridas y hay que hacer cola, pero son más rápidas que las cajas donde hay cajeras porque la gente llega menos cargada. Mientras espero, veo a la mujer, que ya está frente a una de las cajas. Da al botón de usar sus propias bolsas y saca del bolsillo una arrugada bolsa de plástico para naranjas. Mete en ella las cosas que ha comprado y se marcha. Seguramente piensa que ella es la más lista. Yo pienso que es la más miserable.

Un día más

Se apoya en un bastón demasiado alto que coloca un poco oblicuo al caminar y casi arrastra en la otra mano una bolsa de plástico con muchas vidas, vacía y arrugada. Mira al suelo de cerca -los años siempre se posan en la espalda y doblan a uno por la mitad y le agarrotan las piernas, hinchadas y torpes-, se acerca a la frutería de la esquina y mira y remira el género y hasta toquetea un melocotón mientras el muchacho del puesto de fruta hace como que no la ve. El bastón, la bolsa, el monedero y la vista cansada son demasiados enemigos juntos y por eso ofrece la cartera al muchacho, mirándole a los ojos, y él mismo coge las monedas y también le cuelga la bolsa preñada en la mano izquierda. Se gira lentamente y comienza a caminar mientras la mirada protectora del frutero la acompaña hasta que libra la acera.