Se apoya en un bastón demasiado alto que coloca un poco oblicuo al caminar y casi arrastra en la otra mano una bolsa de plástico con muchas vidas, vacía y arrugada. Mira al suelo de cerca -los años siempre se posan en la espalda y doblan a uno por la mitad y le agarrotan las piernas, hinchadas y torpes-, se acerca a la frutería de la esquina y mira y remira el género y hasta toquetea un melocotón mientras el muchacho del puesto de fruta hace como que no la ve. El bastón, la bolsa, el monedero y la vista cansada son demasiados enemigos juntos y por eso ofrece la cartera al muchacho, mirándole a los ojos, y él mismo coge las monedas y también le cuelga la bolsa preñada en la mano izquierda. Se gira lentamente y comienza a caminar mientras la mirada protectora del frutero la acompaña hasta que libra la acera.