Diario de Pepín. Día 28

Hoy me sacaron una foto en la plaza. Casi todos los días veo allí perros repetidos y gente repetida. Hoy volví a ver una perra blanca y negra, dos o tres veces más grande que yo y a su mamá, que es más joven que otras mamás. Primero nos acercamos nosotros, los perros; nos olimos el morro y dimos un par de vueltas más oliéndonos el culo. Mamá solo dijo de la otra perra que tenía un pelo muy bonito, pero la otra mamá se agachó para acariciarme diciendo que era como un peluche; se lo decía a alguien por el teléfono a la vez que nosotros nos hacíamos un barullo con las correas y ella, venga abrazarme y decirme que yo era una cosa muy bonita. Luego ya, cuando habíamos disfrutado un poco, la mamá joven se levantó de donde yo estaba y le dijo a quien hablaba con ella que iba a sacarme una foto para que viera que yo era como un muñeco.

Cuando ya llegábamos a casa, nos silbó en la calle el chico de la gorra y lo esperamos muy contentos, mamá y yo. Estuvimos dando otra vuelta, ellos se paraban a charlar y yo aprovechaba a olisquear alrededor de ellos, aunque, cada nada, los que pasaban nos interrumpían, todos a querer mirarme y a decirme cosas. El mejor rato fue cuando el chico de la gorra y yo nos echamos unas carreras por la acera; él me llevaba de la correa, pero sin tirar, y me jaleaba “¡vamos, vamos, vamos!” y yo corría como sin conocimiento, y siempre lo alcancé. Me gusta tener un hermano mayor como el chico de la gorra.

25 de marzo

El niño nació mañana. El 25 de marzo de 1954. Le pusieron el nombre de sus dos abuelos maternos, el del abuelo asesinado en una cuneta y el de la abuela muerta cuando mi madre era una niña aún. Como si el niño fuera el eco de los dos muertos. En realidad, apenas tuvo nombre y apenas tuvo vida, porque cuando tenía algo más de tres meses, el médico del pueblo, que era un gran médico, no supo ver que la angustia de una madre primeriza era algo más que eso, y, cuando quiso darse cuenta, se lo había dejado morir de una otitis complicada.

La ausencia del niño ha vivido con nosotros durante todos estos años. La ausencia del niño, del hijo, del hermano, ha sido la mano que manejó los hilos de nuestra existencia, sin darnos cuenta.

La niña que le siguió fue presa del temor obsesivo de mi madre, que la convirtió en un bebé malcriado y excesivamente dependiente, y mi hermana necesitó muchos años, demasiados, para cortar ese cordón umbilical y ser ella misma. Y  mi hermano, el más pequeño de mis hermanos, nació con el nombre del otro que apenas llegó a vivir, para restañar las heridas de mis padres y cumplir sus esperanzas. Que todo era machismo entonces.

En cuanto a mí, yo he vivido mi vida sabiéndome en deuda con el niño muerto. Cuando yo tenía tres meses, mi madre desoyó los consejos del gran médico, y otro médico que no podían pagar me drenó los oídos para que no muriera como él. Recuerdo, de niña, escuchar cómo mi madre me lo contaba, y cómo enterraron a mi hermano el día de la Virgen del Carmen. Y yo me sentía responsable de esa muerte que ni dios ni la virgen quisieron evitar. Y recuerdo, cuando niña, visitar el cementerio el día de los santos y pedirle a mis padres que me llevaran ante la tumba del niño, y quedarme muy quieta delante de un montoncito de tierra sin marca alguna, sin ninguna identificación más que el sentimiento de gratitud que brotaba de mi corazón por aquel héroe muerto. Y recuerdo haber crecido con aquella ausencia que había intercambiado mi vida por la suya, haber crecido sin el manto protector de un hermano mayor al que siempre eché de menos.

Y le echo de menos aún, como si fuera un poso que siempre queda en el fondo. Y le recuerdo especialmente cada 25 de marzo y cada 16 de julio, desde que tengo memoria. Incluso ahora, cuando el 25 de marzo ya no es nada en la memoria de mi madre.