El asesino

No pudo evitarlo, vio cómo un hombre se encogía, a punto de caer, mientras otro hombre metía y sacaba de su barriga un cuchillo.

Cuando la Policía le preguntó, nada pudo decir del hombre muerto, pero dio todo tipo de detalles del asesino porque, desde entonces, no veía otra cosa más que a él. De día y de noche, despierto o dormido, siempre lo tenía delante.

Cuando se lo cruzó en la escalera, unos días después, sintió que el suelo no era firme. Se paró en seco y el asesino lo miró. Ninguno de los dos dijo nada, no era necesario. El asesino siguió y él se agarró a la barandilla para no caer mientras un sudor helado le calaba la camisa.

Al día siguiente no fue a trabajar. Se plantó detrás de la mirilla y vigiló atentamente los movimientos de todos los vecinos. Por la tarde volvió a verlo, bajaba despacio la escalera y al pasar frente a su puerta se demoró un poco. El miedo dio paso al terror, nunca antes había sentido que su vida estuviera en peligro, pero ahora se sentía amenazado. Tembló. Esperó un tiempo prudencial y bajó él también. Siguió al asesino hasta que llegaron, ya anochecido, a una callejuela oscura. Nunca pensó que fuera tan fácil acercarse a un hombre por la espalda y degollarlo con una navaja suiza. Ya estaba a salvo, ya pensaría después en deshacerse de la navaja y de la ropa. Al fin y al cabo, había sido en defensa propia, o casi.

En los sucesos del informativo local la televisión anunció que un hombre había aparecido degollado, sin poder aclarar más circunstancias. Y también dijeron que la Policía había detenido al hombre que una semana antes había acuchillado a otro hasta matarlo.

En el estío

El sol es un brasero ardiendo que hiere los ojos y la piel, los perros acezan buscando la sombra, la boca abierta y el aleteo del pellejo en la barriga, sólo las chicharras, incansables, siguen aserrando el aire con ese chirrido metálico que ocupa toda mi cabeza, a punto de estallar. Ya ni siquiera puedo pensar, mi cerebro se ha licuado por el calor y se derrama en gotas de sudor sobre mi cara. En días así, decía mi madre, sólo andan por la calle los locos y los asesinos.

Sólo yo camino por la calle, bajo este sol injusto que todo lo arrasa, la mano derecha en el bolsillo, agarrando el mango del cuchillo que cuelga dentro de la pernera del pantalón, sólo yo, sólo yo tengo algo que hacer ahora, además de ese hijo puta que me espera sin saberlo. Sólo yo; y nunca he estado más cuerdo que en este momento.

De dolor y muerte.

Mi hermana viajaba en el asiento del copiloto y yo detrás. En los últimos meses habíamos dado pasitos de gigante, sobre todo ella, para conseguir atar los cabos sueltos que nunca estuvieron sueltos y localizar el lugar en dónde mi abuelo estaba enterrado; presuntamente enterrado. Mi abuelo arrebatado; mi abuelo ausente siempre; mi abuelo, esa sombra que siempre ha planeado sobre nuestras vidas, en silencio y casi a escondidas…

El hombre que conducía había hecho el recorrido más veces, demasiadas veces, hasta el lugar por donde iba el camino antiguo de Hervás a Valverde del Fresno, un sitio anodino como cualquier otro bordeado de postes de luz y de terreno sin labrar, dónde antes de este momento nuestro, mucho antes, tuvo mi abuelo su momento particular, y sus asesinos también; mi abuelo para verse obligado a dejarse matar sin culpa y sin poder defenderse, y sus asesinos para dejar en la cuneta el logro de su propia maldición.

Yo, en aquel momento, ni siquiera podía pensar con claridad, la emoción de llegar al sitio en donde mi abuelo había muerto de una forma tan bárbara; el poder ponerle coordenadas, colores, texturas, realidad al fin, me paralizaba. Ninguna de las dos podíamos hablar, mi hermana me miraba por el espejo retrovisor y me veía llorar como el agua desborda de un vaso, pausadamente y en silencio, mientras yo miraba sus ojos en el espejo, que también empezaban a inundarse. El hombre que conducía habló en tono jovial, supongo que no fue un pensamiento en voz alta, que nos hablaba a nosotras aunque no escuché lo que dijo, porque se volvió y nos vio así, calladas y llorando un dolor ancestral ya, y… se puso a canturrear una canción. Aún pude sorprenderme, miraba su espalda y su nuca y oía aquel tarareo que me hacía daño, que volvía a hacer sangrar aquella herida nunca cerrada, que me hacía sentir que mi abuelo volvía a morir en aquellos momentos.