No pudo evitarlo, vio cómo un hombre se encogía, a punto de caer, mientras otro hombre metía y sacaba de su barriga un cuchillo.
Cuando la Policía le preguntó, nada pudo decir del hombre muerto, pero dio todo tipo de detalles del asesino porque, desde entonces, no veía otra cosa más que a él. De día y de noche, despierto o dormido, siempre lo tenía delante.
Cuando se lo cruzó en la escalera, unos días después, sintió que el suelo no era firme. Se paró en seco y el asesino lo miró. Ninguno de los dos dijo nada, no era necesario. El asesino siguió y él se agarró a la barandilla para no caer mientras un sudor helado le calaba la camisa.
Al día siguiente no fue a trabajar. Se plantó detrás de la mirilla y vigiló atentamente los movimientos de todos los vecinos. Por la tarde volvió a verlo, bajaba despacio la escalera y al pasar frente a su puerta se demoró un poco. El miedo dio paso al terror, nunca antes había sentido que su vida estuviera en peligro, pero ahora se sentía amenazado. Tembló. Esperó un tiempo prudencial y bajó él también. Siguió al asesino hasta que llegaron, ya anochecido, a una callejuela oscura. Nunca pensó que fuera tan fácil acercarse a un hombre por la espalda y degollarlo con una navaja suiza. Ya estaba a salvo, ya pensaría después en deshacerse de la navaja y de la ropa. Al fin y al cabo, había sido en defensa propia, o casi.
En los sucesos del informativo local la televisión anunció que un hombre había aparecido degollado, sin poder aclarar más circunstancias. Y también dijeron que la Policía había detenido al hombre que una semana antes había acuchillado a otro hasta matarlo.