Lluvia

Afuera sigue lloviendo y también aquí dentro el aire se ha vuelto más limpio.

No tengo ventanas a mi alcance pero escucho cómo pasan los coches exprimiendo a su paso el agua sobre el asfalto y ese sonido inconfundible me acerca a la imagen del agua sobre los paraguas, sobre la gente que corre a refugiarse, sobre los árboles que forman goterones y cimbrean las ramas delgadas bajo su peso. Veo llover con solo escuchar el eco tardío de la lluvia, cuando ya ni siquiera es lluvia.

En el libro de ayer llovía sin ruido. El hombre sin nombre de la novela vive de prestado en una casa en la montaña y ve llover a través de sus ventanas. La lluvia de ese otoño japonés es fina, suave, y cae sin ruido, sin hacerse notar demasiado si no fuera por el frío que la acompaña. Murakami no explica en sus libros los hechos que decoran la trama principal. Tan solo los cuenta como una rutina, sin insistir mucho en ello, sin distraer la atención de lo que importa, pero, aun así, yo vi su lluvia fina y fría, silenciosa y benefactora. Y ahora esa lluvia me llama, me pide que salga a la calle esquivando los charcos y los coches y vaya a acurrucarme al sofá, a respirar el olor limpio del bosque oscuro y a observar cómo un hombre que se busca a sí mismo mira llover a través de los cristales.