Desayunar en la estación se convirtió en un ritual. Había varios sitios para elegir pero yo siempre iba al mismo, como si acudiera a una llamada.
En uno de los locales, abierto al recibidor de la estación, ponían unas tostadas enormes -para muertos de hambre-, de pan reciente y dorado; y las camareras eran tan ágiles que no te dejaban tiempo para elegir si no lo traías pensado de casa. Pero yo iba a un local cerrado, de nombre impronunciable –después de años de frecuentarlo nunca entendí el nombre en la bienvenida con la que te saludaban al llegar-.
La mayor parte de los días había una camarera tan diligente, que manejaba ella sola el servicio de la barra, y, en sus idas y venidas, después de saludarte con aquel nombre ininteligible, te iba preguntando por todos los tipos de leche imaginable –incluso la no leche-, en todas las temperaturas posibles y acompañada de zumos de todos los tamaños y precios. Yo tomaba el café solo, pero asistía a este despliegue de posibilidades mientras esperaba mi turno. Tenía la sensación de que pedirle el café solo era como cortarle las alas, y haber decidido de antemano que la tostada sería con aceite pero sin tomate, era rematarla. Aunque quizás ella agradeciera dar con alguien que tuviera las decisiones tomadas.
Otras veces, y no pocas, me encontraba en su lugar a un camarero con más años trabajados que los que le quedaban para jubilarse. Él, como yo, había renunciado a entender el nombre de la cafetería, y evitaba saludar pronunciándolo cuando llegabas. Pasaba a preguntar lo que querías -a veces solo con la mirada, se quedaba parado delante de ti y esperaba a que pidieras- y, por supuesto, sin dar demasiadas opciones. Supongo que, de vez en cuando, se daba cuenta de que no estaba cumpliendo con lo que la empresa esperaba de él y, de pronto, le preguntaba a alguien si quería un zumo, pero sin sentir la necesidad de repetirlo al siguiente y al siguiente, que estaban al lado y ya lo habrían escuchado.
Desayunar con él era una aventura, lo del café solo no dejaba lugar a dudas, pero lo de la tostada con aceite ya era otra cosa. El pan, descongelado, pequeño y mermado por el calor, podía aparecer pálido como la muerte, solo calentado levemente, o con los bordes carbonizados, y el aceite, en un plis plas, podía convertirse en una barrita de mantequilla o en un envase de tomate triturado. Alguna vez, hay que decirlo, pero solo alguna vez, acertaba con todo lo necesario. Cuando él estaba, la cola de gente que esperaba para pedir parecía no acortarse nunca, al contrario, se iba haciendo más larga y se llenaba de bultos y maletones que nadie se atrevía a dejar en una mesa para no abandonarlos durante mucho tiempo. Quizás los viajeros despistados y novatos pensaban que aquel sería el mejor sitio para desayunar porque había mucha gente esperando. A mí, esta demora me permitía observar el pequeño mundo de la cafetería y nunca me pareció tiempo perdido.
Yo me preguntaba a veces por qué seguía yendo allí y creo que la respuesta estaba en la imperfección, y en lo imprevisible. Llegar y encontrarme con el camarero despistado –o sordo, nunca llegué a saberlo- rompía el estereotipo, rompía la idea de franquicia encorsetada de aquel local y de las personas empleadas allí. Él era la garantía de que seguía existiendo la individualidad, la belleza de la imperfección que define a cada uno, y esperar las sucesivas variantes que inventaba para no dar con mi sencillo desayuno era una aventura a la que no quería renunciar antes de dejarme engullir por la ciudad.
Con el tiempo pocas cosas quedaron en mi memoria de aquellos viajes y de aquella estación pero aquel camarero y lo que él representaba han seguido vivos en mi memoria al cabo de tantos, tantos años ya.
Dberías volver un día, aunque solo fuera por ver si seguían estando la cara y la cruz de aquel centro de trabajo.
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Claro, será digno de ver al camarero algo sordo y artrósico 😉
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Hay experiencias en nuestra vida que no sabemos por qué se quedan grabadas, es algo muy curioso.
Muy agradable tu relato.
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