Era un impostor. Utilizaba la máscara adecuada para cada momento, la más conveniente, hasta que dejaba de serle útil o hasta que era descubierto. Entonces, huía de su personaje como si él también fuera una víctima, y vuelta a empezar en otro sitio, con otra gente, hasta que, de nuevo, tocara huir y empezar de cero.
Era tan bueno en lo suyo que, obligado a reinventarse cada vez, el hombre que se miraba al espejo por la mañana no podía reconocer al de la noche anterior. Era un hombre nuevo, con una lista emborronada e ilegible en la conciencia, con los nombres de los cadáveres que los hombres que antes fue habían ido dejando a su paso. Así empezaba cada vez, ligero de cargas, con la ilusión de un recién nacido.
Todo acabó una noche, cuando estaba en medio de una de sus imposturas, hipnotizando como un gurú a un grupo de mujeres desengañadas y empresarios estresados. Había ido a los lavabos para refrescarse un poco y, al mirarse al espejo, se horrorizó. La piel del rostro había comenzado a desprenderse como cera derretida y, poco a poco, iba dejando paso a aquella cabeza pequeña sobre un cuello largo y desnudo, a aquellos ojos como de azabache, a aquel pico corvo y afilado, capaz de alcanzar la carroña más escondida. Sufrió un ataque de pánico; si no recomponía su máscara, todos verían al buitre que llevaba dentro.
Cuando entraron a buscarlo a los lavabos lo encontraron en un rincón, llorando como un niño, encogido y con las manos entre las rodillas, temblando, sudoroso e incapaz de reconocer a nadie. El espejo de la pared estaba hecho añicos y de su mano derecha brotaba la sangre.
Así será, no tengo ninguna duda……
Me gustaLe gusta a 1 persona
Me gusta!!!
Me gustaLe gusta a 1 persona
Gracias.
Me gustaMe gusta
Muy bueno!!
Me gustaLe gusta a 1 persona