A nadie le extrañó. Tenía los párpados sin pestañas y los ojos acuosos como los pescados, y, si te daba la mano, te quedaba en la piel un tacto frío y viscoso y casi la dejabas resbalar y caer, como los peces recién sacados del agua. Nunca demostró sangre caliente en las venas, su familia y sus empleados sabían lo distante que podía ser, su falta de empatía y su capacidad para humillar sin inmutarse; sus amigos, no, porque, simplemente, nunca los tuvo. Por eso, a nadie le extrañó que apareciera en la playa una madrugada, después de varios días desaparecido, boca arriba y con la barriga hinchada como los peces muertos y con un arpón de pescar atunes clavado en el corazón. Que, mira por donde, resulta que corazón si tenía.
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